MAR DE LEVA

Festín de cuervos

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Y de pronto ya no existió el debate sobre el estado de la nación, ni supimos qué ha sido de las víctimas del último terremoto en Asia, ni pareció que en Irak hubieran puesto un coche bomba o que Hilary Clinton diera un nuevo paso en esa carrera política suya que, a decir de muchos, bien pudiera convertirla en la primera mujer que ocupa el Despacho Oval en la historia. Se dejó de hablar de las conversaciones entre socialistas vascos y batasunos, de lo chungo que parece que va a tenerlo la selección española en el Mundial de fútbol, y el gran Paul Auster podría haber ganado una muñeca en la tómbola en vez del premio Príncipe de Asturias por la importancia mediática que de pronto tuvo, él como tantos, en lo que se registra en los medios de comunicación de masas de nuestro país. La noticia de la muerte anunciada ocupó de pronto todos los espacios y todos los tiempos, pero ese silencio que se supone superpuesto siempre a la pena más honda esta vez, como en tantas otras anteriores, como en tantas otras que vendrán, quedó roto por el tartamudeo de los flashes y el clic-clic-clic de las cámaras.

No se pone en duda que, mucho más que una «tonadillera» (atroz palabra), Rocío Jurado fue una mujer querida, y admirada, y que su muerte es por derecho noticia de primera página. Pero la cobertura mediática a la que hemos asistido estos días ha sido desproporcionada, y más que desproporcionada, esperpéntica. El respeto que se merecía la cantante y el respeto que se merecen quienes la rodeaban salta hecho pedazos en cuanto las cadenas de televisión y los representantes de la prensa rosa convierten las inmediaciones de su casa en campamento de buitres a la espera del óbito durante semanas, y luego no tienen empacho en retransmitir en directo (y todas a la vez, durante todo el día de autos) quién entra y quién sale, quién llega y quién se marcha, cómo viste uno y qué sombrerito chic lleva ahora la otra. Rizando el rizo, hasta de luto riguroso llegan a aparecer en sus programas esos presentadorzuelos de lengua viperina y cuchillo en la lengua que disfrazan de trascendencia pomposa sus filias, sus cachondeos y sus fobias, revistiendo de gran tragedia histérica lo que en el fondo no es más que una muerte privada y en familia, el dolor de unos seres cercanos que, por más que se empeñen, no puede ser sentido igual, hasta que les toca, por aquellos que lo ven por las pantallas.

Ese sucedáneo de periodistas que se ha asentado en el periodismo español, por desgracia, no va a pararse aquí. La muerte de Carmina Ordóñez supuso un primer paso, y mucho me temo que ahora continúen por esa senda. En las redacciones (por llamarlas de alguna forma) donde anidan ya andarán recopilando dossiers, desempolvando escándalos, poniéndose en contacto con toda esa serie de personajillos que volverán a asomar el careto y a poner la mano y a contarnos cosas que ya no tienen importancia, ni posiblemente las tuvieron jamás, por más que quieran revestirlas de versión casposa del caso Watergate. La falta de respeto que caracteriza a estos sucedáneos de reportero no se detendrá aquí, sino que seguirá escarbando, para reaparecer dentro de meses, o de años, o de décadas.

Y no vale decir que, cuando les conviene, estos personajes famosos (de momento hay dos tipos, famosos por su curro y famosos de ser famosos) han vendido sus intimidades. Hay ciertas barreras que no debería cruzar nadie, y la mayor barrera de todas es la muerte y el respeto al dolor de quienes la sufren de cerca. Por desgracia, esto no ha hecho más que empezar. La importancia del legado de Rocío Jurado está en su voz y en su discografía, no en su entorno familiar ni en su vida privada. Cuando los cuervos levanten el vuelo, cuando las modas que ellos impulsan pasen de moda, siempre nos quedará el recuerdo vivo de su música.

Es lo que tiene ser la más grande: luego no hay nadie que pueda estar a tu altura.