TRIBUNA

Recuerdos gaditanos de un juez.'Carmen, la guapa'

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Fue después, algo despues de aquéllos primeros años cuarenta, años de pan negro, cachuchos y boniatos, frutos sucedáneos de las papas. Sí, fue despues del turrón del duro y del pan de higo, de las panizas, y de las mijitas de pescado, que se adquirían en las freidurías de gallegos. La plaza, el mercado, alrededor del edificio de Correos, estaba situada, en una de sus alas se hallaban instaladas y fijas unas toscas tiendas que se dedicaban, mañaneras, a unas actividades muy queridas por los gaditanos. Eran los puestos de venta de tejeringos.

Así llamábamos los gaditanos a los que otras ciudades denominan churros, porras o calentitos, como dicen en Sevilla. Ignoro de dónde procedía esta palabra -tejeringo-, que si le apocopamos o separamos el te, queda sólo jeringo, que sin duda y en el mejor de los casos, significa fastidio, molestia igual que también la voz jeringa atrae siempre la idea de inyectar. Era y es, una palabra sempiterna, tremedamente gaditana, si bien es verdad, que la voz churros en la vida actual se ha apoderado de un dominio en el mismo Cádiz, aunque yo, gaditano en el exilio voluntario, sigo utilizando el tejeringo, que evoca de por sí,la gracia y originalidad de los que allí nacimos... Y comenzaré narrando la actividad, interrumpida durante algún tiempo de la venta de tejeringos. En uno de esos puestos, aparecía una mujer entre cuarenta o cincuenta años, con visos de ser la dueña del local, el cabello recogido, moreno, atrás como era costumbre en Andalucía, vestida para la venta, con atavíos blanquísimos, que resaltaban más y más, la belleza de su cara, que pregonaba su espléndida salud. Y aquel blanco que era idéntico al que calificara Alberti - «blanco Cádiz de nácar, en mi recuerdo»-, brillaba tanto como el sol de la mañana.

Su simpatía colaboraba con la hermosura, el esplendor de su rostro, animado siempre, de una dulce sonrisa, que completaba un habla, perfectamente gaditana. Fue lo que llevó al pueblo a denominarla Carmen, la guapa.

Dese el primer momento de la mañana, capitaneaba la venta de su negocio, magníficamente peinada, limpia, con lo que el blanco de su ropa brillaba inmaculado, illuminado por el reflejo del sol favorable de la mañana.

Seria, daba la impresión, en su modesta función, que su presencia bella irradiaba toda la luz acumulada por ella, extraída de la brisa que por entre los Callejones, venía desde la mar liviana del Campo del Sur. Ella despachaba, rodeada de papeles de envolver, los tejeringos que le compraban, y lo hacía, con tal feminidad, con tal gracia, que mezclada con su dulce voz, que a pesar de ser silenciosa, mostraba en el gesto de su rostro una imagen amable y señorial que la hacía mas guapa. Ni qué decir tiene, que su negocio, era el que más vendía de todos los allí situados. ¿Era bella, o linda o hermosa? No.

Atesoraba rotudamente, aquel guapa, que marcaba inexorablemente, y sin exageración por mi parte, una definición, que entraña ese adjetivo, que recoge cuanto significa, la guapura andaluza y gaditana, tal y como en nuestra ciudad otorgamos. ¿Qué piropo tan honesto y salado, que nunca le dije en mi timidez a aquélla cara imborrable, plena, en la alegre mañana y que yo joven, muy joven, iba a comprar los tejeringos del domingo! Después me fui de Cádiz, y por esa dura ley de vida que marca el tiempo, ya no estará con nosotros. Lola Flores tenía un disco que se llamaba La guapa de Cádiz, cuyo contenido, pleno del desparpajo de Lola, no tenía relación con la guapa de mi historia. Aquella guapa que se llamaba Carmen. Era como Cádiz, y un muchacho que entonces estudiaba Derecho, y que hoy rinde a su memoria, todo el tributo, que su recuerdo merece. ¿Por guapa!