Javier Ruibal durante su actuación el sábado en el teatro Falla, al fondo, Tito Alcedo a la guitarra. / GONZALO HÖHR
Cultura

los amantes de la última fila

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Se habían sentado en una de las últimas filas, probablemente los únicos asientos que habían encontrado antes de que se agotaran las entradas hacia más de una semana. Permanecían con las manos cogidas y la espalda muy recta, preparada para el aplauso, la emoción y también el requiebro furtivo en mitad de un auditorio a oscuras. El sábado, en medio de un Teatro Falla abarrotado de gente, varios relatos de amor se superponían bajo las notas de un trovador atípico, de un creador al reencuentro con su público. Javier Ruibal deslizó un suspiro apenas un segundo después de hacer acto de presencia sobre el escenario: «qué bien se está en casa». Para entonces habían comenzado las palmas de un teatro hermanado en esa religión epicúrea del ruibalismo. En ese placer íntimo y fidelísimo que se multiplica en cada historia, cada vivencia mágica compartida al compás de unas notas musicales.

Se habían sentado en una de las últimas filas, apenas atisbados por algún periodista imprudente. Mascullaron los primeros compases y se lanzaron a oir mientras en un orden casi idéntico al grabado en el disco, el cantautor portuense iba regalando los temas de su nuevo trabajo, Lo que me dice tu boca. Con músicos de la talla de Tito Alcedo (guitarra flamenca), Jorge Pardo (saxo), Francis Posé (contrabajo) o Cuco Pérez (acordeón), la velada reservaba, además, momentos mágicos con los nuevos valores, para los que el maestro tiene siempre un lugar en su escenario, como José Recacha (guitarra eléctrica), Joaquín Calderón (violín) o Javi Ruibal (batería). Instantes de un vacío espacio-temporal donde disfrutar de temas como Si no me besas, Habana mía, Besos en Abril, Pa' mi corazón o La bella impaciente que arrancaron los aplausos del público en un diálogo de palmas y ritmos en el que los asientos sobraban entre el cantautor y su público.

Se habían sentado en la oscura intimidad de las últimas butacas y, varias canciones más tarde, las manos se enlazaban al compás de Traéme canciones, en el marcado ritmo de Bendito veneno, a punto de sucumbir en la cadencia antigua de La canción del contrabandista. «Cómo puede ser delito en este mundo maldito quererte como a ninguna», susurraba él en el oído de ella con una palabras que ya eran propias. Para entonces habían desaparecido ya los espectadores colindantes, las luces de escena, los aplausos y las cientos de historias que sucedían junto a la suya. Quedaban él, ella y un cantautor de emociones generosas, de regalos a flor de piel con la infalible marca de Tu nombre.

En un esquema in crescendo que dejó para el final las piezas más intensas del último trabajo, Ruibal encontró la complicidad del público con sus homenajes a Picasso, Lo que me dice tu boca y las bulerías De Málaga malagueñito. Una explosión de energía y buen humor que preparó al público gaditano para el autorretrato de Los ratones coloraos y ese pasodoble entre entrañable y romántico de Atunes en el Paraíso.

Acomodados en el improvisado tálamo imaginario de un Falla de contornos difuminados, la pareja que se había sentado en el fondo estremeció el abrazo en el turno de bises. La flor de Estambul, Lo que me dice tu boca, La gloria de Manhattan y Pensión Triana reencontraron a los amantes con algunos de los incontestables clásicos del creador que no pudo terminar con Isla Mujeres sino con una improvisada Aurora con la que calmar las muestras de cariño de un auditorio que difícilmente permitiría que se fuera.

Al encenderse las luces, la pareja se enderezó extrañada. Raramente sorprendida de haber estado alguna vez en medio de un patio de butacas repleto, de haber dejado de vestir, de repente, los sensuales velos de una bailarina oriental, la dorada piel de un amor consumado bajo el sol. Al salir del teatro, cogidos de la mano, ella se le acercó al oído para susurrarle algo. Se movían con la ligereza de un instante de amor vivido, de una caricia furtiva que, durante casi dos horas y hasta que durara el embrujo, los había hecho misteriosamente mejores.