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Elogio de los campings

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No se si se habrá percatado, lector perspicaz, de que el número de campings de este país ha descendido exponencialmente en la misma medida en que ha crecido el número de campos de golf. Ignoro si una circunstancia está relacionada con otra pero da que pensar: hemos cambiado a los sonrosados escoceses que arrastraban sus galones de güisqui, sus pintas de cerveza y su familia numerosa en una caravana, por los sonrosados escoceses que arrastran sus palos de golf en un carrito que les lleva un caddie imberbe, presumible sufridor de uno de esos contratos basura que los jóvenes franceses han frenado con un par.

Seguro que en las barbacoas de los campings de antaño se formaron los valientes euskaldunes de la kale boroka de hoy: desde Torreguadiaro a Sanlúcar de Barrameda, las costas gaditanas estuvieron plagadas de esas instalaciones que ofrecían sus diminutas parcelas a la acampada legal, sin riesgo alguno de que en mitad de la noche asomara por la cremallera de la tienda de campaña el cañón del subfusil de un picoleto pidiéndonos la documentación cuando estábamos en mitad de un 69.

Ay, campings del ayer, con sus bungalows estilo picadero pobre en donde a veces residía la plantilla completa de chicas de alterne de una sala de fiestas con olor a zotal. Ay, campings setenteros o postmodernos, con el radiocassette de los vecinos jipis machacando en mitad de la noche las obras completas de la Credence Clearwater Revival: sus usuarios teníamos un no se qué de beduinos de los de verdad y no de los de Puerta Tierra, de sarracenos acampados a las puertas de Samarcanda.

El camping representaba el estadio ideal entre la pensión con derecho a cocina que rebosaba caspa y que olía a coles, o el pomposo hotel de los guiris con posibles o de las rancias familias patrias, a la que se les llamaba acomodadas por no decirles ricachonas; calificativo que sin duda estaba sumamente mal visto en la España nacional-sindicalista, que era sin embargo tan frágil que por temor a romperse no tenía siquiera estatutos de autonomía.

En los campings solía haber duchas que no funcionaban y puntillosos empleados que negaban el alojamiento si sospechaban que tú y tu acompañante erais demasiado pardillos o demasiado progres para que conociérais la utilidad del libro de familia. Pero también había bosques ricos en sombras y en magia o playas próximas propensas a los sueños de los castillos de arena o a la aventura de una tabla de viento. Ese camping de El Bosque con olor a excursión colegial, o ese otro del Torre de la Peña a ras de las dos aguas contradictorias que intercambian pateras por velas de flysurf. Campings del esperanto, campings de la torre de Babel, silenciosos campings llenos de alemanes mudos.

Así que no entiendo por qué tanto lío con la supuesta presencia del exalcalde de Chipiona, Luis Mario Aparcero, y el exalcalde de Sanlúcar, Agustín Cuevas, ambos del pesoe, en un camping junto a un concejal del Pepé, al que querían o se dejaba querer y que se debatía en la duda hamletiana entre el ser o el no ser de una moción de censura o un repentino viaje a Lisboa a cambio de una morterá. Seguro que si en la Audiencia de Cádiz termina demostrándose que estuvieron en el famoso camping, se sabrá a su vez que no estuvieron perpetrando un soborno, sino un picnic. Y que en el maletín, si es que hubo maletín, no había fajos de billetes sino un meyba de colorines, un termo con gazpacho y una baraja de póker para echar una partidita nocturna a la luz del queroseno.