Editorial

Sombras

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La ausencia de atentados terroristas y de episodios de coacción directa permite alimentar una prudente confianza en que el alto el fuego de ETA pueda acabar siendo irreversible. Pero para ello es necesario que la izquierda abertzale haga suya una visión más realista de la situación general, así como de las circunstancias que han empujado a ETA a cesar en su actividad. Es necesario que la izquierda abertzale admita que lo que ETA no pudo imponer mediante el terror tampoco podrá imponerlo a cambio de su cese. La opinión pública puede mostrarse paciente e incluso comprensiva ante la necesidad que la banda terrorista y Batasuna tengan de desactivar paulatinamente su discurso tradicional y con él a sus bases más extremistas. Pero lo que la sociedad no admitirá en ningún caso es que los voceros que han venido justificando o dando cobertura a la violencia etarra pretendan convencer, ni siquiera a los suyos, de que la tregua es el fruto victorioso de su lucha armada. O de que la desaparición definitiva del terror dependerá de la aceptación de sus postulados de autodeterminación y territorialidad por parte de los demás.

Aprovechándose del alto el fuego, las opciones nacionalistas que en su día se negaron a desprenderse de la Declaración de Lizarra tratan de reeditar una estrategia similar a aquélla, apostando por el establecimiento de un acuerdo entre los abertzales previo al diálogo que pudiera abrirse con las formaciones no nacionalistas. La posición coincidente en este punto de Eusko Alkartasuna, el sector liderado por Egibar en el PNV y el sindicato ELA constituye una referencia de innegable importancia, preocupante en especial porque su ventajismo soberanista podría avivar las pretensiones maximalistas de la izquierda abertzale y de la propia ETA. Son esas sombras las que hacen aconsejable evitar equívocos como los llamamientos genéricos a la «responsabilidad de todos», que contribuyen a exonerar a ETA. O contenidos como el del documento rubricado por mujeres de la política y del sindicalismo vasco, afirmando que la paz tiene que ver «con la democracia, la justicia social, con un proceso de cambio que permita cerrar una página en términos de derechos y libertades», eludiendo así todo juicio sobre la verdadera naturaleza del terrorismo. Y son también esas sombras las que invitan a una gestión gubernamental rigurosa del denominado «proceso de paz», que sea diáfana tanto en relación al primer partido de la oposición como ante una ciudadanía que precisa evaluar por sí misma la solidez del cese del terrorismo.