Sociedad

Enfermos no tan imaginarios

Casi un 7% de los pacientes de Atención Primaria cumple los criterios para que se les diagnostique hipocondría, un mal poco tratado

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Iván (nombre ficticio) acude al médico frecuentemente, atemorizado porque cree que tiene un cáncer o va a sufrir un infarto. A pesar de que el doctor le ha realizado reiteradas pruebas diagnósticas y los resultados han dado negativos, él sigue obsesionado con estos males. Este joven universitario visita los hospitales ante cualquier mínimo dolor; se hace análisis continuamente aunque no sean prescritos por su médico; se toma el pulso varias veces al día; lee libros de medicina para confirmar síntomas de enfermedades y se queja de estas dolencias ante su familia y en el trabajo; toma vitamina E para prevenir problemas cardiacos y lleva siempre encima pastillas de cafinitrina para evitar un posible infarto.

Iván no lo sabe, pero es un hipocondríaco. Nunca ha pensado en acudir al psicólogo, ni ningún médico le ha recomendado que así lo haga. Como él, entre el 4% y 6% de los pacientes de un centro médico cumplen los criterios diagnósticos (Barsky, Wyshak y Klerman, 1990). De modo parecido, en España, García Campaño, Lobo, Pérez y Campos (1998) informan de que el 6,7% de pacientes de Atención Primaria cumplen los criterios para el diagnóstico del trastorno de hipocondría.

Un hombre que descubre una contusión en su muslo y se convence de que es leucemia; una mujer que examina sus senos con tanta frecuencia que se vuelven sensibles y luego decide que la inflamación significa que tiene cáncer; el tipo que ha sufrido de acidez toda su vida, pero tras leer sobre el cáncer de esófago no tiene dudas de que él lo padece...

Cáncer, infartos y patologías que aún los médicos no han descubierto suelen atormentar a los que padecen hipocondría, una fantasía que se alimenta cuando el enfermo imaginario se obsesiona con sus funciones corporales normales, como los latidos cardíacos, el sudor o los movimientos intestinales; también se preocupa en exceso por anormalidades físicas menores, como pequeñas heridas o tos ocasional; y le presta excesiva atención a sensaciones físicas vagas y ambiguas, como tener el «corazón cansado» o las «venas dolorosas». El individuo atribuye todos estos síntomas o signos a la dolencia temida y se encuentra convencido de su significado, su autenticidad y su causa.

«El miedo a la enfermedad se puede medir en una escala del uno al cien. Las personas sin hipocondría se sitúan en cualquier punto entre el cero y el 50. Las personas con hipocondría se sitúan en un nivel muy alto de miedo y creencia a tener una patología grave», explica Antonio Luis Maldonado Cervera, psicólogo clínico.

«Este trastorno no sólo afecta a la persona, sino a los que tiene a su lado», apostilla este profesional, quien señala que en la población hipocondríaca se distinguen quienes evitan las visitas a los médicos para que no les confirmen los males que temen (nosofobia), y los que acuden con bastante frecuencia al doctor, pero al ir y descubrir que están sanos sólo se alivian de manera pasajera para a las pocas horas o días volver a pensar que padecen esa enfermedad mortal (nosofilia).

«Estos individuos suelen llevarse muy mal con los médicos. Piensan que las pruebas que se realizan son erróneas o que los resultados están confundidos y no son realmente los suyos», explican los especialistas.

Irene Ruiz, psicóloga del servicio de Atención al Estudiante de la Universidad de Málaga, afirma que la hipocondría es un trastorno que se trata con poca frecuencias en las clínicas y que tiene mal pronóstico. Según algunos estudios, la hipocondría es un problema que se presenta con mayor frecuencia en hombres y -aunque es más común entre los 30 y 40 años en el sexo masculino y entre los 40 y 50 en las mujeres- hay niños y jóvenes que también la padecen.

Hay muchas personas -casi todo el mundo conoce a alguien- que son bastante aprensivas y tienen rasgos de personalidad hipocondríacos, «aunque no llegan a padecer una patología incapacitante», apostilla esta joven psicóloga que recuerda que un diagnóstico oficial de hipocondría, según la Asociación Psiquiátrica Norteamericana, está reservado para los pacientes cuyos temores de tener una dolencia grave persisten por lo menos durante seis meses y continúan aún después de que los médicos les aseguren que están sanos.

El futuro médico

Además de los quejicas y los auténticamente hipocondríacos, los estudiantes de Medicina son carne de cañón para padecer este trastorno. Según recuerda Antonio Luis Maldonado Cervera, una de las mejores formas de volverse hipocondríaco es estudiar Medicina, ya que es muy común que cuando estos universitarios comienzan a internarse en el mundo de la salud se autodiagnostiquen males terminales (usualmente aquellos que están estudiando), de modo que el Síndrome del estudiante de medicina es conocido desde hace décadas. Afortunadamente, una vez licenciados, la hipocondría tiende a desaparecer.

Tras un proceso hospitalario y haber padecido realmente una enfermedad grave -como un cáncer o una operación- algunas personas desarrollan un tipo de hipocondría que suele desaparecer antes de los seis meses. Tras la muerte de alguien muy cercano, a algunos individuos les da por pensar que, igual al que ya pasó a mejor vida, ellos se van a morir en breve y de la misma dolencia.

Muy incapacitante

Esta interpretación distorsionada de los síntomas físicos llega a tener tal peso en la mente que la calidad de vida se ve totalmente afectada. Incluso, estos enfermos pueden llegar a presentar cuadros clínicos muy peligrosos y realizar acciones como el automedicarse por todo y para todo, con los riesgos enormes que esto conlleva.

Entre los casos que Antonio Luis Maldonado Cervera ha tratado a lo largo de su carrera profesional, recuerda el de un hombre al que finalmente se le concedió la invalidez total por un caso de hipocondría. «Hay trastornos que varían, y este caso era un señor que creía tener una enfermedad de los huesos que hacía que le creciera la frente. Luego nos encontramos con una obsesión, con un trastorno obsesivo-compulsivo. La persona estaba convencida al 100% de que le crecía la frente. Una idea tan sobrevalorada no puedes abordarla ni con técnicas de modificación del pensamiento ni exponiéndolo a su miedo. Puedes hacerle todo tipo de pruebas: medirle la frente cada cierto tiempo, enseñarle fotos suyas de hace 20 años, cuando tenía la frente exactamente igual... Nada, no había manera de razonar», narra este facultativo.