CRÍTICA

Cuatro siglos después

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No es de extrañar que Amar después de la Muerte fuera sutilmente desplazada del canon representable de Calderón por los censores directos e indirectos del franquismo.

Cuatrocientos años después de haber sido escrita, la obra mantiene intacta su capacidad reivindicativa, construida desde una opción estética e ideológica tan radical que asombra al espectador, por la pureza de su mensaje y por su luminosa vigencia. Ahora, que el conflicto entre civilizaciones copa titulares de portada y sumarios en los informativos, en plena reflexión colectiva sobre cómo vertebrar las relaciones con el cosmos musulmán, con sociólogos y políticos en la búsqueda alquímica de lazos sólidos que nos acerquen, viene Calderón de la Barca, y nos plantea un plomo dramatizado de los suyos, difícil, lleno de personajes, parlamentos, segundas tramas, y verso estricto, pero que afronta las mismas cuestiones, las proyecta y las resuelve desde la grandeza creativa de un genio y desde la perspectiva comprometida de un humanista.

No es casualidad que esta variedad peculiar y medida del teatro calderoniano, con su valiente progresía de hace cuatro siglos, haya vuelto a instalarse de nuevo en el repertorio hispánico.

Sin ir más lejos, Amar después de la Muerte, disimula bajo la envoltura superficial de un drama afectivo, trágico, de los de la vieja escuela (pasión no resuelta, honor vencido, padecimientos y venganzas), una historia rebelde, subversiva, que narra el choque frontal entre dos mundos culturales y religiosos diferentes.

Los moriscos y los cristianos (¿les suena?), incapaces de cohabitar por la ceguera histórica de sus líderes, una panda de castrados mentales (¿les suena?) que sólo se sentirán satisfechos con la integración forzosa del otro, del extraño, y que optan por la guerra (¿les sigue sonando?) antes que por la convivencia sobre bases comunes o acordadas. Fue la Alpujarra granadina, pero bien pudiera haber sido Irak, Afganistán o la franja de Gaza.