Opinión

Cádiz, territorio Comanche

«Porque al fin y al cabo, este año nuevo no trae vida nueva, sino la vida de siempre»

Yolanda Vallejo

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Mientras termina de recoger el espumillón olvidado detrás del sofá, y de guardar la vajilla que solo sale del aparador en estas entrañables fechas, sigue preguntándose en qué momento habrá que dejar de felicitar el año nuevo y entrar de lleno en la rutina que se hace cuesta arriba porque así se apellida enero, el de la cuesta de toda la vida. Y eso que, desde donde está ahora mismo, mira al frente y la cuesta le parece menos empinada, más fácil, por aquello de las rebajas anticipadas con las que el Gobierno quiso alegrarle la última cena del año. Y mientras va barriendo los últimos buenos deseos que se quedaron por debajo de la mesa, hace verdaderos esfuerzos por entender la geometría del caos y despejar la incógnita que le permita resolver la ecuación: si ha bajado el IVA de la leche, del pan y del café ¿por qué el desayuno le cuesta diez céntimos más esta mañana? Procura no pensarlo demasiado, porque al fin y al cabo, este año nuevo no trae vida nueva, sino la vida de siempre, la de todos los días, la de cifras que no encajan con las letras, la de los malabarismos, la del suspirar y resignarse «que me quede como estoy».

En esta ciudad, en la que somos pocos y nos conocemos mucho -y a este paso, menos que vamos a ser y más que nos conoceremos- hay cosas que son muy complicadas, por ejemplo, jugar a una cosa tan simple como el ahorcado, y no porque no conozcamos las reglas el juego: Uno piensa una palabra, una frase o una idea y otro trata de adivinarla antes de que la sangre llegue al río y termine colgando de la horca; fácil, ¿no? Es ley de la guerra, y en la guerra, como decía Pérez-Reverte -¿qué hago citando a Pérez-Reverte?- solo hay tres manera de morir, «cuando sale tu número, como en la tómbola; cuando llevas poco tiempo y todavía no sabes moverte bien; y cuando al cabo de cierto tiempo ya te toca». Tan sencillo como eso, uno tiene la certeza de que va a morir, pero no sabe ni el día ni la hora. Por eso en Cádiz es muy difícil jugar al ahorcado, porque todos sabemos el día y la hora en la que cada uno cojea, y cuáles son las palabras que más se le atragantan. Y porque aquí somos mucho del «lo sabía» y del «lo que tú piensas ya se me había ocurrido a mí antes» y del «yo lo dije antes». Todo lo que usted pueda imaginar, pensar o soñar ya tiene denominación de origen. No, no se preocupe que no estoy hablando de quién tuvo la feliz idea de traer a Cádiz el Congreso Internacional de la Lengua Española, entre otras cosas, porque estoy segura de que a usted le importa bien poco. Como a todos, o a casi todos; pero en algo hay que entretenerse. Por cierto, aun no se le ha ocurrido a nadie celebrar el próximo mes de abril el bicentenario de la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis y del comienzo de la Década Ominosa, ¿no? Pues ahí lo dejo, así por dar ideas, ya sabe.

Y mientras se entretiene en buscar los tiques de los regalos que aún tiene que devolver, piensa que hay cosas que no admiten devolución, ni siquiera un cambio de talla o de color. Se resigna, de nuevo, porque de resignación es de lo único que llevamos llenas las alforjas para este camino. Si es con barba, decimos, san Antón y si no, que sea quien quiera ser. Mire la cabalgata de Reyes, que nos la vendieron como «un gran espectáculo atravesando la ciudad», y fue un visto y no visto. Más bien un no visto, aunque eso sí, atravesando la ciudad. Porque ante la expectación que había causado la no presencia del oso perjudicado, lo que se pudo ver fue la cosa más anodina y descafeinada que se despacha en cabalgatas, tan políticamente correcta, tan políticamente desaprovechada en el año en el que el equipo de Gobierno más se la juega.

«Cádiz no defrauda» titulaba un periódico la crónica de la cabalgata. Y qué quiere que le diga, más allá del titular, no se equivocaba mucho. Porque Cádiz ha sido siempre un territorio comanche, tanto que uno sabe cómo se levanta pero no como –ni con quien- se va a acostar. Como la cosa bíblica del día y la hora pero sin necesidad de morirse y pasando por todos los estados de ánimo posibles en un mismo día. Es quizá, lo bueno que tenemos, que hemos tenido siempre. Los mismos que aplaudían al alcalde del cambio hace ocho años en la puerta del Ayuntamiento y gritaban «que se vayan, diles que se vayan» al equipo de Gobierno saliente, están calentando voces para repetir el karaoke en mayo; o eso van diciendo por ahí las malas –y no tan malas- lenguas. Y es que Cádiz no defrauda pero es difícil de gobernar bajo esa mansa apariencia del todo nos da igual.

No le arriendo la ganancia a ninguno de los candidatos a la alcaldía de Cádiz. A unos porque ya les ha salido el número, como en la tómbola, a otros porque llevan poco tiempo y todavía no saben moverse bien, y otros porque «al cabo de cierto tiempo» ya les toca abandonar la escena –lo de Pérez-Reverte me empieza a preocupar- y lo peor, es que todos lo saben.

Tira los cartones al contenedor azul, las botellas al verde y los plásticos al amarillo. Cae en la cuenta de que mañana comienza -de verdad- el año, que todavía no han salido a la venta las entradas del COAC, que mayo está a la vuelta de la esquina, y que hay indios por todas partes.

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