Javier Rubio - CARDO MÁXIMO

Orgullo

Me puede la sangre de tinta que corre por mis venas y el periodista -aunque sea amigo- esta vez no puede callarse

Javier Rubio
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QUE Dios me perdone. Me había propuesto no escribir del pregón de Alberto para que nadie pudiera decir que me movía la amistad en mis apreciaciones. Que Dios me perdone y me perdonen todos los pregoneros cuyos textos despaché con cajas destempladas y palabra desabrida con la insolencia que da la juventud y la independencia. Con tales antecedentes en el historial, había optado por un prudente silencio para que las palabras que pudiera componer sobre la pieza literaria del domingo no pudieran malinterpretarse. Pero me puede la sangre de tinta que corre por mis venas, y un periodista —aunque sea amigo— esta vez no puede callar ante el monumento que Alberto García Reyes erigió en el Maestranza para que lo disfrutáramos nosotros y las generaciones que nos sucederán.

Porque es un monumento, un canon del género para el nuevo siglo.

Me movió a escribir esta columna la primera felicitación que recibí en el vestíbulo del teatro recién terminado el pregón, con el público sonriente de oreja a oreja, como si yo tuviera algo que ver en su factura. Alguien, al paso, me dio la enhorabuena «por la parte que le toca», como si el hecho de haber estado mesa con mesa durante cinco meses con el pregonero en la redacción del periódico hubiera podido influir lo más mínimo en su prodigiosa maestría en el uso del idioma, que ya lo ha elevado al olimpo de esta ciudad puñetera le pese a quien le pese. Y ahí se me vino el orgullo arriba. Qué le vamos a hacer. Me entrevistaron en Radio Sevilla y sólo acerté a decir que estaba hinchado como un palomo, con el pecho henchido de algo bien parecido a la satisfacción por el deber cumplido. Y anoche, en El Llamador de Canal Sur, rodeado de buenos amigos en torno a una mesa con Carlos Herrera ejerciendo de anfitrión, repetí lo mismo: que había sentido orgullo de los que hacemos este periódico a diario. Como se hacen los periódicos: contra viento y marea, a costa de dejarnos la vida mientras nos vamos dejando detrás la familia, los amigos, nuestras ambiciones, nuestras ilusiones de juventud.

Porque yo he visto nacer esa criatura, he tenido el privilegio de ver cómo se gestaba y crecía en el magín de Alberto. Y sé lo que ha luchado a brazo partido con las palabras, como en una justa para que los vocablos le obedecieran a su idea y se ordenaran negro sobre blanco conforme las instrucciones que les daba. A mí no tiene que contarme nadie lo que ha porfiado cuadrando los versos y la variedad de metros que ha agavillado: romances fronterizos, quintillas, octavas reales, sonetos, tercetos, romances...

Y ayer, cuando me eché a la cara el periódico del día, cuando leí la crónica —a la altura del pregón— de Paco Robles; cuando me bebí todo lo que Javier Macías había decantado; cuando coincidí con Fran López de Paz en la calidad de lo que habíamos escuchado; cuando aprendí, como siempre, de la sagacidad magistral de Antonio Burgos y de la inteligente crítica de Joaquín Caro Romero; cuando Álvaro Ybarra me abrumó con su generosidad, ya no pude reprimirme más. Líbreme Dios de la vanagloria, pero me sale del alma: así escribimos en el ABC.

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