Antonio García Barbeito - LA TRIBU

A voces

Silencios de Sevilla, tan ciertos como sus escandalosas voces de bares

Antonio García Barbeito
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Era exquisito a la mesa, aquel hombre. Daba gloria verlo comer lo que fuera, que la misma delicadeza tenía sorbiendo sin ruido una cucharada de caldo que disfrutando de una presa de conejo al ajillo valiéndose de sus manos. Como gloria daba verlo liando un cigarrillo, desde que abría la petaca hasta que sacaba el librito de papel que terminaba sellando con la punta de la lengua humedecida. Verlo en los bares tomando una copa era asistir a un ritual de capataz de bodega. Y si en la procesión del Corpus sostenía una de las varas del palio, lo hacía con tal elegancia que la pesada vara parecía de una levedad de pluma. Un sombrero, una gabardina, una camisa, unos zapatos… Todo en él era una elegante manera de ir luciéndolo todo.

Ni una voz más alta que otra, ni una palabrota, aunque se le cayera de las manos un jarrón chino. Pero cuando se echaba en la cartera el carné de socio y se iba el domingo al fútbol, y su equipo no jugaba bien o el árbitro pitaba mal, toda la exquisitez, toda la elegancia, toda la delicadeza se le volaba de su planta de señor como un sombrero de palma un día de solano. Nadie que hubiese visto a aquel hombre sentado a una mesa, alternando, paseando, en el cine, tomándose un café o fumando, podría creer que era la misma persona que aquel energúmeno al que no le cabían las blasfemias en la boca, al que le faltaban brazos y manos abiertas y amenazantes, al que se le encendían de sangre los ojos, le rebosaba por la boca la bilis de su iracundia y era capaz de destrozar a un delantero centro que fallara un gol, a un defensa que no lo evitara o a un árbitro que se comiera un penalti claro en el área del equipo contrario.

Eso mismo pensaba la otra noche en un distinguido y céntrico bar de Sevilla. Bar hasta la corcha, lleno de sevillanos. No podía creer que la misma gente que estaba allí hubiese estado unos días antes acompañando, con un respeto y un silencio admirables, una procesión religiosa y extraordinaria; gentes que en espacios abiertos son capaces de crear el más elevado silencio, capaz de demostrar cómo hay que comportarse en multitud cuando media una devoción, dentro de un bar rugían como fieras enjauladas, gritaban como desaforados hinchas del fútbol y reían con insultante grosería y sin el mínimo respeto a los demás. No copeaban en animada compañía y conversación, arañaban el aire del local, lo machacaban, lo rompían como quien estrella una piedra en el cristal de un escaparate. Silencios de Sevilla, tan ciertos como sus escandalosas voces de bares. Alguien gritó: «¡Que venga el Gran Poder, por Dios…!» Quizá llevaba razón.

antoniogbarbeito@gmail.com

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