Javier Rubio - CARDO MÁXIMO

Pregón de la esperanza

Es tanto lo que Sevilla le debe a Abengoa que la sola idea de su desaparición debiera irritar

Javier Rubio
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EN las horas más negras es cuando más brilla. Y en Sevilla las últimas horas son oscuras como la pez, sin que se vea la luz por ninguna parte, esa misma luz que Abengoa había logrado domeñar para convertirla en energía que mueve las máquinas, ilumina los hogares e impulsa la actividad. Cuántas llamadas de zozobra no se habrán cruzado estos días, cuántas peticiones de socorro de quienes presienten el naufragio personal que sigue al hundimiento colectivo de un proyecto, una empresa, un negocio, una filosofía de vida… Nunca como en estas fechas se hace más evidente que el discurso oficial transita por un lado y la vida real, descarnada y dura como pedernal, camina por otros vericuetos. Allí están los políticos en sus fotos y en sus precampañas, proclamando sus consignas con la temeridad del convencido y la fe del carbonero.

De este lado están los desheredados, los desterrados del paraíso laboral, gimiendo en esta hora crítica en la que no se ve la salida de un túnel que parece interminable.

Es tanto lo que Sevilla le debe a Abengoa que la sola idea de su desaparición, troceada y malvendida para satisfacción de los acreedores, debiera irritar a la ciudad. No son sólo sus puestos de trabajo y la salida natural de promociones enteras de ingenieros industriales; no son sólo sus labores de mecenazgo y patrocinio, volcada en recuperar lo mejor de nuestra historia; no es sólo la supervivencia de la primera multinacional andaluza; no es sólo el tejido empresarial que arrastraría en su caída. Es algo más, que tiene que ver con el tuétano de la sociedad: lo que está en juego es la incapacidad atávica de levantar un proyecto empresarial perdurable a lo largo de los tiempos y que pase de generación en generación sin sobresaltos; lo que está en juego es la ineptitud congénita para poner en pie un plan industrial desde los cimientos hasta convertirse en un gigante tecnológico. ¿Hay algún componente sociológico que explique esta anomalía, esta singularidad que obra en nuestra contra?

Ahora no tiene sentido lamentarse por la leche derramada. Qué más da quién haya tenido la responsabilidad de haber llegado a este punto en el que la incertidumbre se apodera de todo. Ese agua no va a mover ningún molino. Sólo queda la esperanza, esa que el compañero Alberto García Reyes va a pregonar el lunes 14 en la basílica de la Macarena, para encender una lamparilla con la que alumbrarnos en esta hora negra. La esperanza de demostrarle al mundo que somos capaces de enderezar la situación y virar el rumbo de la nave antes de que naufrague. La esperanza de que todo el esfuerzo, el tesón, el coraje y la determinación de quienes han levantado la empresa en estos tres cuartos de siglo no se va a ir por el sumidero de una crisis. El golpe, para la confianza en nuestras propias fuerzas, sería tan duro que sólo nos queda el pabilo de la esperanza para aferrarnos a él.

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