Ramón Pérez Montero - OPINIÓN

Reflexión

La verdadera sabiduría consiste en saber que todo es humo y que esta es, también, la propia esencia del conocimiento.

Ramón Pérez Montero
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No somos hijos de nuestros padres. Somos descendientes de una especie que hunde sus raíces en esa sucesión de incontables estirpes animales que se remontan hasta allí donde la química, entre los sutiles laberintos de las formas cristalinas, dio con el azaroso resorte de la vida. Somos creaciones de un universo cuyo origen se pierde más allá del límite ciego que Heinsenberg dio en llamar Principio de Incertidumbre. Eso hasta donde la ciencia es capaz de alumbrarnos.

Somos, por tanto, hijos de esa misma incertidumbre que nos dotó de inteligencia y del penetrante poder de la palabra. Somos productos de ese universo que nos alienta con la continua esperanza de la sabiduría para que, de trecho en trecho, caigamos en la cuenta de la imposibilidad de averiguar las razones de lo que en él significamos y, mucho menos, las claves de su existencia.

Hablaba días atrás, con alguien muy cercano a mí, de la inutilidad del saber.

Realmente quizás no tenga mucho sentido el afán por el conocimiento. Quizás lo más sensato sea vivir sin pretender saber demasiado. Contra los peligros del saber ya nos advierte el libro del Génesis. El pecado original consiste precisamente en el afán de conocer. El peligro del Árbol de la Sabiduría es que una vez probado su fruto ya no hay posibilidad de des-saber y el castigo no puede ser otro que la pérdida de ese Paraíso que podemos identificar con la inocencia de la ignorancia. Quizás el más sabio sea quien menos sabe. Quizás lo más prudente consista en repetir, con Sócrates, aquello de ‘solo sé que no sé nada’.

La distancia que separa al sabio del ignorante puede llegar a ser abismal, pero insignificante comparada con la que se establece entre ambos y la extensión potencial del conocimiento. ¿Qué ventajas le otorga la sabiduría al primero respecto al otro? Quizás no pase de la consolidación narcisista del prestigio social, quizás lo capacite profesionalmente para el desempeño de funciones que requieren alta destreza intelectual, quizás lo dote de recursos para enfrentarse al desarrollo imparable de las máquinas, quizás le procure el armamento necesario para aprovechar oportunidades de preponderancia en el terreno económico. Pero donde realmente se plantea la diferencia es en el ámbito puramente epistemológico, en el del conocimiento del conocimiento, y, a partir de este, en el logro supremo de la vida que debe ser la felicidad.

En definitiva la cuestión es si el sabio, por el puro hecho de serlo, es más feliz que el ignorante. Si el desarrollo del conocimiento intelectual no procura felicidad a quien lo persigue, y si no lo despierta del sueño de la posibilidad real de comprenderse a sí mismo y de comprender a la totalidad del universo. Si, a medida que aumenta, su sabiduría no le proporciona al mismo tiempo la consciencia de la profundidad de su ignorancia. Si no es así toda su comprensión del mundo será equiparable a la del lego, e incluso menor, por las consecuencias que su propio fracaso le acarrea.

Todo lo que tenemos por real se asienta sobre los cimientos de las ilusiones que nosotros mismos nos forjamos. Nos movemos y nos orientamos por las señales que nosotros mismos construimos y colocamos en un universo que es puramente vacío. La verdadera sabiduría consiste en saber que todo es humo y que esta es, también, la propia esencia del conocimiento. Todo esto que digo está edificado sobre la nada. ¿Qué me queda, de no poder disfrutar de la felicidad de saberlo?.

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