Francisco Apaolaza

Gente que habla sola

Madrid es la capital de la gente que habla sola

Madrid es la capital de la gente que habla sola. Me los cruzo por todas partes dominados por esa prisa que llevan y ese ímpetu en la manera con la que mueven los brazos y gesticulan y asienten o niegan categóricamente. «No, no, no», dicen, o «claro, claro», o se dan la razón o insultan a alguien que no está. A veces me fijo en ellos e incluso me arrimo a ellos porque estoy convencido de que saben algo que yo aún desconozco. Conocen una verdad que aterra, pero no sé cuál es porque casi nunca logro meterme en una de sus conversaciones sin interlocutor y solamente termino por agarrar, como mucho, el retal de alguna frase con códigos inaccesibles. Esas conversaciones tan personales están preñadas de una belleza extravagante. Hablar sin necesidad de decírselo a nadie es una genialidad, y después está esa manera de combinar la locura con un perfecto aseo y orden. Los locos bien vestidos son para mí los más interesantes de todos: su capacidad para llevar una vida ordenada en una cabeza desbocada resulta fascinante.

Es una lástima que la mayor parte de la gente que habla sola siempre ande de bronca por algo. En su discurso muchas veces se libra una guerra soterrada y siempre se intuye una ofensa. Hay una nube en todo eso, algo terrible que se presiente, como ahora mismo cuando se han puesto a aullar a la atardecida todos los perros de este barrio demasiado silencioso. Monologuistas de la acera. Una buena parte va por ahí cagándose en los muertos de otro, y no hay que tomárselo a mal, porque esa gente siempre es una que está ausente. Hablan siempre otra persona distinta a la que está delante. Quizás porque para ellos todos los rostros que se cruzan sean los de esa persona.

A veces sucede esto en una de esas mañanas de lluvia, grisura, humo y asfalto mojado y brillante como de pexiglás, esos días en los que Madrid en lugar de Madrid parece el Ulster y entonces uno se baja del metro y de pronto entre las caras alguien dice cosas al aire y los que le rodean hacen como que no le escuchan y parece que uno vive en un documental de los Panero. Desde que murió Leopoldo María, he perdido ya la esperanza de cruzármelo por la calle mientras declamase ‘Buffalo Bill is defunct’ de e.e.Cummings, el poema donde la leyenda del oeste cabalga un semental de plata y abate ‘onetwothreefourfivepigeonsjustlikethat’: «Dime ahora lo que has hecho con tu hermoso muchacho de ojos azules, señor muerte».

Un taxista le ha dicho a Daniel Ramírez que Madrid es «yo, yo, yo». Después le pones el cielo de Velázquez y una picadora de sueños y la ciudad es un catálogo de desacoples. Decidme qué hacen todas esas gaviotas cruzando la M50. De Madrid, hasta los atascos, pero en esta ciudad la locura se levanta en edificios descomunales de arquitectura invasiva: la culpa, la ausencia, aquella chica. Solo los niños y los tontos se ríen de los que van por ahí teniendo conversaciones en alto con ellos mismos. Después el hombre va comprendiendo que no hay que hacer grandes méritos para perder o ganar la cabeza ¿Qué hacemos en esta vida además de hablar solos? Miren si no esta columna.

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