Escasez

Cuando los buitres de la escasez planean ya sobre nuestras atolondradas cabezas, una gran mayoría de seres humanos lo pagan con dolor, enfermedades y hambre

Propósito largo tiempo pospuesto, anteanoche vi por fin ‘ Capharnaum ’ (Labaki, 2018), amplias resonancias evangélicas en su título y demoledora denuncia social en el contenido. Esta mañana, inquietante coincidencia, me he desayunado con la noticia de que, según Forbes, los diez primeros acaudalados patrios ... han ganado este año, contra vientos de crisis y la marea del paro, 1.500 millones de euros más que en el ejercicio anterior. Informaciones que han empujado a mi conciencia a un involuntario desplazamiento desde la extrema pobreza a la riqueza más desmesurada en apenas 24 horas.

No voy a emitir el juicio moral al uso con respecto a ninguno de los dos fenómenos. El enfoque ético, tanto lastimero como indignado, produce adhesiones inmediatas, lo sé, pero dudo de su capacidad para ofrecernos al menos una buena razón de la distancia que media entre el infierno infantil de los suburbios de Beirut a los paraísos de Moët y langosta sobre cubiertas de yates de lujo. Solo si nos convencemos de que la extraña semilla de la riqueza únicamente puede germinar sobre la tierra de la escasez, podremos comenzar a entender el motivo de estas escandalosas desproporciones.

La función de nuestro actual sistema económico no consiste en la creación de una abundancia que satisfaga las necesidades de todos los seres humanos, sino en enfrentarse a los problemas derivados de la producción de carencias. Para que unos pocos alcancen su objetivo de asegurarse lo que ellos y sus descendientes podrían necesitar en el futuro, existe la perentoria necesidad de que la inmensa mayoría fracasen en ese mismo intento. Si el presidente de la FIFA propusiese un nuevo modelo de campeonato mundial donde todos los equipos participantes resultaran ganadores del trofeo, pensaríamos que se trata de una alucinación debida al whisky.

Para conseguir hacer de toda la extensión planetaria terreno abonado para la pobreza, creamos el objeto simbólico del dinero. La economía monetaria es el producto más espiritual ideado por nuestra astuta condición humana. No se sostiene sobre nada material, pero sobre sus ilusorios cimientos construimos el mundo. Durante siglos, le asignamos al oro la misión de restringir la cantidad de moneda circulante. Riqueza en abundancia para todos supone el imposible de que todos ganemos el campeonato. Ahora son los bancos centrales quienes regulan el flujo de dinero con el crédito, haciendo que por este arte el metálico brote de la nada, o bien que, abracadabra, desaparezca, para encarecerlo.

Estos juegos de prestidigitación financiera de inflación por aquí, deflación por allá, podrían resultar hasta divertidos. Pero cuando los buitres de la escasez planean ya sobre nuestras atolondradas cabezas, una gran mayoría de seres humanos lo pagan con dolor, enfermedades y hambre, con privación de libertad o la deriva migratoria, si no directamente con su propia sangre. Por muy seguros que nos sintamos los habitantes del Primer Mundo, protegidos por nuestros ejércitos profesionales y los muros que insensatamente levantamos, nada nos garantiza el no participar de la pesadilla que viven en sus carnes todos los excluidos.

El dinero es el instrumento óptico que nos permite observar la escasez y gracias a este acicate conseguimos el monstruoso incremento de productividad agrícola e industrial de nuestros días. Lo que obliga a nuestra sociedad de la abundancia a ampliar la penuria hasta límites insospechados. No nos debe extrañar que el descorche de una botella de champán sobre la cubierta de un yate suponga el exterminio de un número indeterminado de niños en los suburbios de Beirut.

Artículo solo para suscriptores

Accede sin límites al mejor periodismo

Ver comentarios