Quis custodiet ipsos custodes? o ¿quién controla al CNI?

Los ciudadanos debemos tener la tranquilidad de que el poder que les damos se emplea de manera eficaz, eficiente y legal

Antonio Díaz | Profesor de la Facultad de Derecho de la UCA

Aunque esta vieja reflexión se le atribuye al poeta Juvenal, realmente su paternidad está en Platón, quien, en su obra La República, se preguntaba quién vigilaría a la clase guardiana de la ciudad. La respuesta era sencilla: esa misma clase dirigente, con su alta moral, ... auto-velaría por su integridad. No estaríamos, por tanto, ante una infinita sucesión de guardianes que guardan al guardián del guardián, sino que lo haría el grupo dirigente. Aquella fórmula, útil en sus tiempos, sería inviable en una democracia contemporánea; y no porque dudemos de la alta moral de nuestra clase dirigente, sino porque los ciudadanos, cada vez más, exigen transparencia.

Y aquí nos surgen los problemas con nuestros funcionarios-espías, quienes, como mucho, pueden permitirse ser traslúcidos, pero nunca transparentes. La transparencia quebraría la necesidad del secreto que no es una excusa para ocultar errores e ineficacias –aunque alguna vez sí–, sino una herramienta para poder proteger a nuestras sociedades contra las peores versiones del ser humano y contra aquellos que quieren atacar la Constitución; es decir, contra la norma que nos permite a todos tener claros cuáles son los límites del poder y los derechos y libertades que tenemos. Junto al secreto como herramienta, su segunda particularidad es que trabajan con amenazas y con riesgos; algo que aún no se ha materializado y que, de hecho, puede que nunca ocurra. Por tanto, su trabajo se realiza sobre ciudadanos cuyas actividades no está claro si pretenden atacar a la democracia o bien, simplemente, están ejerciendo los derechos y libertades que la democracia les garantiza. Pero hay que decidir si hacerlo o no, porque los espías gestionan el minuto de antes, no el minuto de después. Una vez que las Torres Gemelas han sido atacadas por el primer avión, ya han fracasado clara y rotundamente, y, además, ante los ojos de todos.

Por lo tanto, ¿cómo podemos controlar a espías que trabajan en la sombra y contra monstruos que aún no han cobrado forma? En primer lugar, a pesar de que pudiera parecer lo más básico, es querer controlarlos. Un servicio de inteligencia no es ni debe ser una estructura separada del Estado. Es una herramienta más, junto a las embajadas, el Banco de España o los monitores de los comedores escolares. Por tanto, el político debe saber qué quiere hacer con ellos dentro de la política del país y asumir cuál es su función, y dirigirlo dentro del conjunto de órganos que conforman las políticas del Estado. Todo lo que no sea esto es, o bien, asumir que los espías fijen sus propios objetivos o que, ante un escándalo, fallo o fracaso, los políticos acudan a la negación plausible de “me enteré esta mañana leyendo la prensa”, para así no asumir costes políticos. Ambas situaciones suponen el desprestigio interno e internacional de sus propios servicios de inteligencia, de una herramienta pequeña y delicada de la que no hay reemplazo. Y, precisamente por todo su poder y sus increíbles capacidades tecnológicas -sin parangón en todo el sector público-, su control debe ser más fuerte que sobre otros, pero más adaptado a su peculiar naturaleza.

Dentro de la pluralidad de fórmulas y técnicas que los países han desarrollado para controlar su trabajo, cualquier modelo de control de los espías debe tener tres objetivos. En primer lugar, evitar actúen de forma autónoma. Para eso es esencial que se les indiquen cuáles son las amenazas y riesgos en los que deben centrarse. La Directiva de Inteligencia que aprueba cada año el gobierno de España realiza esta función; algo que, aunque sorprenda, no se produjo hasta el año 2002. Pero la confianza también se genera con medidas como que el director del servicio sea nombrado tras comparecer en el Parlamento y recibir el apoyo de sus señorías o, que exista un Inspector General con plenos poderes que pueda revisar el día a día del servicio, como en Australia. O bien limitando sus mandatos como, además de España, hace Bosnia y Herzegovina, y Chile.

En segundo lugar, que su nivel de penetración en la esfera privada de los ciudadanos sea la menor posible, ya que, no sabemos si son monstruos o ciudadanos. Para eso se establecen sistemas, como en España, de un control judicial previo, donde un juez autoriza que la inviolabilidad de las comunicaciones o del domicilio sean aminorados para proteger un bien superior: la seguridad nacional. Algunos países como Canadá o Bélgica han creado tipos diferentes de autorizaciones, según la amenaza y, previendo que luego podrían ser recabadas por un juez.

En tercer lugar, que no puedan realizar activades sin que alguien dentro del Estado lo conozca. Para eso, se controlan partidas como los gastos reservados. En algunos países, sobre todo Latinoamericanos, sus leyes impidieron estos gastos para evitar la “invisibilidad” de ciertas operaciones. Y, quizá el mejor lugar para que se escruten cuáles son sus actividades sea la sede de la soberanía nacional, donde todos nosotros, a través de nuestros representantes, nos sentamos. Por eso, en la mayoría de los países democráticos se ha dado al Parlamento esta capacidad: bien mediante sus Defensores del Pueblo -como los países nórdicos-, bien en comisiones parlamentarias, bien en comités de sabios, como Portugal. Algunas comisiones son específicas para controlar la inteligencia (Reino Unido, Alemania) otras son genéricas, como España. En algunas, cada grupo parlamentario tiene un representante (Letonia) y, en otras, es proporcional (Grecia). En unos puede revisar todo lo que considere y desee necesario (Estonia o Estados Unidos) y en otros, sus capacidades y poderes son más limitados (Perú e India). Pero la esencia es querer controlar. Sistemas muy sencillos como el alemán de los años ochenta dio muy buenos resultados y otros, técnicamente muy perfectos, como el argentino, tiene grandes carencias en su aplicación.

Controlar a una agencia tan especial no es sencillo, pero ni es imposible ni tampoco debe dejar de pretenderse. Los ciudadanos debemos tener la tranquilidad de que el poder que les damos se emplea de manera eficaz, eficiente y legal. Como decía el profesor Harry Ransom, sólo la acción conjunta de una Presidencia sofisticada, un Congreso alerta y vigilante, y una firme actitud inquisitiva por parte de la prensa y de los académicos puede garantizarnos un adecuado control de los servicios de inteligencia. Por nuestra parte, a estos dos últimos elementos, contribuimos con en este artículo.

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