Julio Malo de Molina

Amor en el tren

Mi amor por el ferrocarril se ha deslizado en los debates sobre del futuro de la estación término de Cádiz y de su plaza ahora colonizada por un edificio que cuesta desmontar

Julio Malo de Molina
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Amo el tren, mi amor por el ferrocarril se ha deslizado en los debates abiertos acerca del futuro de la estación término de Cádiz y de su plaza ahora colonizada por un edificio que cuesta desmontar. Recuerdo una de las secuencias más seductoras del cine, ese grácil taconeo de Sugar Kane (Marilyn Monroe) al sentir el vapor de agua procedente de un convoy en ‘Some Like it Hot’ de Billy Wider (1959, en castellano: ‘Con Faldas y a lo Loco’); le siguen Jack Lemmon y Tony Curtis vestidos de chicas para esconderse de los mafiosos que les persiguen, el pícaro baile de Norma Jean apenas dura unos segundos sobre el estupendo escenario de una estación como aquellas que conocimos en nuestra infancia, cuando aún podías subir al tren en marcha en medio del humo y la algarabía de luces y voces en torno al lento despegar de las imponentes locomotoras, bellas como máquinas de guerra.

Recuerdo la estación de Cádiz, excelente pieza de la arquitectura ferroviaria del XIX y sin duda una de las más valiosas de la ciudad amurallada, pero eso no lo sabía entonces, durante mi adolescencia gaditana la estación era el vestíbulo de la aventura. El imaginario de los chicos de esa época se forjaba en alguna exótica goleta amurada en los muelles o en uno de esos vagones sobre los cuales se leía un elegante rótulo: «Companhia General de Carruagens Camas e dos Grandes Expresos Europeos». La estación y los muelles se encontraban cerca y la gente podía pasear con libertad por esos umbrales a un mundo ancho y ajeno.

En este país sólo hay dos cosas que aún funcionan medio bien: la Seguridad Social y la Renfe. Quizás esas instituciones explican la frágil supervivencia de un Estado viejo sobre un territorio amplio y complejo. Recuerdo que Jaime Pérez Llorca me decía que la riqueza de un país se mide por su desarrollo ferroviario, pero más allá de estas consideraciones tal vez muy discutibles, recuerdo con cariño las complicidades con Jaime a quien consideraba un hermano mayor, por eso mantuve en su bella casa sobre la Caletilla de Rota mi despacho profesional cuando él era un senador bastante atípico. Entre otras cosas nos unía la pasión por viajar, la aventura es el deseo de estar en otro lugar, pero como sostenía Kafavis en su poema ‘Viaje a Ítaca’ lo que importa es la travesía, siempre mejor en barco o por ferrocarril.

Y encontrarás como Ulises a una ninfa Calipso que va a enriquecer tu viaje. Una tarde conté a Jaime la historias de un romance que floreció durante un trayecto en tren, mi relato seguramente no fue fiel a la realidad como tampoco lo es la forma en que ahora lo recuerdo. «Se llamaba digamos que Maruja» como diría Sabina, siete horas del talgo de entonces permitían cortejar una historia de amor que terminó en el Hotel de Francia y París, allí donde se alojó Juan Ramón Jiménez con Zenobia Camprubí, cuando ambos regresan de su luna de miel en Nueva York, a bordo del vapor Montevideo, el 21 de junio de 1916. Creo que recité a Maruja unos versos que el poeta compuso para la ciudad: «Esos verdes de sulfato de cobre con cal, esos rosas de geranio, esos azules marinos, esos blancos traslúcidos». Nada más placentero que disfrutar el amanecer en esa coqueta plaza gaditana de resonancias parisinas, con el olor a océano que llega desde la Alameda.

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