opinión

La sanidad

«Esto no es una diatriba en contra de ningún colectivo en concreto, ni una crítica a los batablancas (aunque hoy las lleve cualquiera que porte un tambor)»

José Colón

No conozco al punto los motivos de las reivindicaciones que llenan últimamente los telediarios. Tengo poco tiempo para leer la prensa diaria y, comoquiera que siempre me han dado pereza las politizaciones, estas noticias las repaso en diagonal. Además, aunque los motivos fueran legítimos, no puedo evitar sentir un rechazo frontal cuando las protagonizan funcionarios de cuya asistencia al puesto de trabajo -por improductivo o ineficaz que este fuere- depende la salud, los derechos e incluso la vida de los demás. Sobre todo, cuando estos -los demás- no pueden elegir otra alternativa.

Esto no es una diatriba en contra de ningún colectivo en concreto, ni una crítica a los batablancas (aunque hoy las lleve cualquiera que porte un tambor). Antes al contrario, podría entenderse que el disparo se dirige hacia los responsables de lo que sucedió, porque lo que estoy escribiendo hoy, domingo de coros, es producto de lo que me sucedió ayer, sábado de carnaval, en un centro referente de la sanidad pública catalana, el Hospital Clínic de Barcelona. No quiero ni imaginarme qué habría sufrido si el percance hubiera sucedido en Palafrugell.

Disfrutaba con mi familia de la tarde barcelonesa cuando una de mis hijas, súbitamente, se quebró de dolor y se le mudó el semblante. En Barcelona no necesitas teléfono ni esperas para tomar un taxi, basta con levantar la mano en la acera para que paren catorce, pero a mi niña -¡ay!- le dio por ponerse mala justo cuando íbamos a tomar chocolate en la calle Petritxol (el centro del centro). Para colmo, el tráfico en la Plaza de Cataluña estaba cortado por mor de una manifestación de reclamantes de no se qué derecho, por lo que tuve que desplazarme con ella a cuestas unos centenares de metros más y aventurarme en la jungla para cazar un taxi entre el colapso.

Llegamos al hospital a las siete y media de la tarde. Pasamos un primer control, que después de oír mi relato se limitó a decirme: «pase a urgencias. Siga la línea amarilla». Luego me topé con una administrativa tras un mostrador que cortó secamente mi solicitud de ayuda e intento de descripción pidiéndome la documentación, dejándome con la palabra en la boca. Apuntó todos y cada uno de los datos de filiación y ni una sola línea sobre el motivo de acudir a urgencias.

Pasamos el triaje, muy rápido. Quizás demasiado. Y de allí se nos desvió al «servicio general», nomenclatura cuyo significado descubrí horas más tarde. Concretamente, cinco.

Tras ser conducidos por un enfermero a la planta correspondiente y dejarnos allí con la frase «enseguida vienen a por ti», permanecimos ese tiempo arrumbados en un pasillo sin ventilación, compartiendo aire viciado con unos cuarenta o cincuenta desgraciados más, contemplando el espectáculo de camillas llenas sin que nadie diera norte alguno. «Estamos colapsados» era la frase usada cuando algún desesperado clamaba, no ya por atención médica, sino por un simple vaso de agua ante el absoluto abandono.

Hasta las doce y media de la noche, nadie se acercó a preguntarle a mi hija qué le sucedía. Cuando sucedió, la entrevista se realizó allí en medio. No le sucedió solo a mi ella. Durante toda la tarde-noche pude enterarme de los problemas de nueve personas, hasta que decidí aislar a mi niña y me dediqué a contarle batallas. No podía soportar la visión de su mascarilla («esa inutilidad», que decían los sanitarios en febrero de 2020) empapada por las lágrimas.

A las dos y media de la madrugada (siete horas después del ingreso) nos dieron el alta, tras hacerle una placa y sin que nadie la palpara, auscultara o ecografiara.

Pinchazo de calmante muscular y para casa. Gracias a Dios, hoy está bien. No sabemos qué ha sido, pero yo sí tengo más aclaradas mis ideas.

Mañana contrataré un seguro privado. Aunque nadie me libre de seguir pagando impuestos que sirvan para que muchos mermados sigan jugando a repúblicas de idiotas.

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