OPINIÓN

Fumando espero

La de esperar es una de esas costumbres que se han perdido paulatinamente, se suele decir

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El mundo se divide entre la que gente que se mueve y la gente que espera. Barthes, en una de esas citas que ahora se comparten por redes como antes se ponían en los sobres de azúcar, se preguntaba y se respondía a sí mismo «¿Estoy enamorado? -Sí, porque espero». En mi barrio hace unas semanas que no hay nadie. Pareciera que están grabando una película y la gente se ha ido de la ciudad hasta que la toma se termine. Una toma eterna. De 15 días a un mes, dependiendo de cada quién, me atrevería a decir. Así que supongo que yo estoy entre los que esperan, porque aquí sigo. Hay algún vecino más en mi situación, esperantes, porque juraría que me he cruzado alguno por la escalera. El perro se acerca para olerles cuando sale a la calle, no creo que sean fantasmas, aunque, para el caso, da lo mismo. Estamos todos en el mismo saco de esperar y, si nos miramos, es con una resignación sudorosa y mugrienta. «Hola», «hola», y a esperar. En las ciudades del interior la ausencia de mar y el calor apuntan siempre en la misma dirección: El hastío. Y el hastío, como el enamoramiento, tienen que ver con la espera, claro. Mirar el techo. Aburrirse de uno mismo. El silencio. Todo, porque no hay mar, vaya faena, es un pasar el tiempo y esperar. Yo suelo tirarme en el suelo en días en los que pasa nada y el calor aprieta y el perro también, de cuatro a ocho, hasta que nos entra la brisa, esperamos. No por deseo, sino porque es lo que toca. La de esperar es una de esas costumbres que se han perdido paulatinamente, se suele decir. Hasta tal punto que la crítica o la denuncia a no saber hacerlo, a la necesidad imperiosa de que las cosas se aceleren y la congénita ansiedad junto a la impaciencia como modos de vida dominantes es ya casi un cliché de los malos. Sigue, sin embargo, cierta razón en ello. Lo cierto es que disfruto la espera. Estamos acostumbrados, en realidad, a que la parada en seco solo ocurra cuando la cabeza nos peta ya del todo y el 'stop' es ya una decisión médica y no personal. Y es sin duda una suerte que haga un calor inhabilitante y una ciudad en la que verdaderamente nadie se presenta. La mayoría del año todo si no es un producir, producir, producir, gozar, gozar, gozar. O culparse. Muchas veces es culparse. O curras o vacacionas o la culpa por la inactividad te reconcome el pecho. Esperar, sin embargo, no suele estar en el plan.

Llevo varios días dándole vueltas a la frase del principio, la del enamorado, y he llegado a la conclusión de que, quizás, hoy por hoy, no sea la espera tanto una circunstancia sino una condición de posibilidad para el amor mismo entendido, claro, en el sentido más amplio de la palabra, es decir, como un motor de imaginación, de creación de lenguajes y palabras nuevas, que precisa de ese tiempo suspendido y ese necesario comer techo para luego encontrarte con el otro y decir: «¿Cómo estás? Que me aburro» sin que sea un lugar común, sino un deseo de sincero de escucha. Hay que tener cuidado, también te digo. La espera infinita puede convertirse en una enfermedad crónica. Irvine Welsh hizo una novela que luego fue una peli y al final un clip de Youtube y luego muchas camisetas y posters en los cuartos de adolescentes que se llamaba «Trainspotting». El título se refería inicialmente al juego de esperar sentado en la estación y ver cómo pasan uno tras otro los trenes sin coger ninguno. Le contaba a un amigo el otro día que la metáfora, últimamente, se me hace exacta en Tik Tok, donde en vez de trenes paso vídeos, y unos me dicen que lo suyo es hacerse rico y otros que lo suyo es hacer yoga y yo espero y no hago ninguna de las dos cosas. Como techo. Mis vecinos esperan y comen techo. Hasta que termine el verano, supongo. O hasta que llegué el momento preciso del movimiento o del amor, quién sabe. Eso espero.

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