Luis Ventoso

Triste

Luis Ventoso
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Thomas Pynchon es el más flipado y enigmático de los grandes novelistas estadounidenses. Una de sus novelas la dedicó a la línea Mason-Dixon, que durante cuatro años del siglo XVIII trazaron los dos astrónomos ingleses para dirimir una disputa de lindes entre cuatro colonias. Pynchon, que es un loco, pero siempre un genio, hace revivir la atmósfera de aquel nuevo mundo con tal primor que las páginas exudan aroma a madera y pipa. El inteligente guitarrista Mark Knopfler fue leyendo su tocho psicodélico por los aeropuertos, en la peregrinación de las giras. El libro lo hipnotizó y acabó convirtiéndolo en un precioso disco, que evoca la aventura de los dos agrimensores. Al final, la miga radica en la amistad de dos personalidades tan contrapuestas como la de Charles Mason, proclive a la melancolía, y su compañero Jeremiah Dixon, un cuáquero que era una verbena risueña.

Considero altamente apropiado que un cráter de la Luna haya sido bautizado en honor a Mason. Soledades tan frías componen una metáfora poético-astronómica de sus humores grises, de las oleadas de melancolía que lo volteaban hasta dejarlo inerte.

Ahora deambula lánguido, perplejo porque el mundo no se rinde a su genio

La tristeza aguarda siempre, agazapada, esperando para saltar y propinar un facazo inesperado al más vitalista de los triunfadores. «La tristeza no tiene fin, la felicidad sí», canta susurrando uno de mis héroes, Joao Gilberto, padre de la bossa-nova. De él se ha dicho el mayor de los elogios para un músico: «Mejor que el silencio, solo Joao Gilberto». Me gustan los héroes inseguros, que saben que la vida es bifronte y la psique puede bailar en el alambre. Uno de ellos es Samuel Johnson, el sabio dieciochesco y osuno, capaz de tirarse a rolos por una pendiente verde en un rapto de euforia, o de armar el primer diccionario del inglés, o de beberse hasta los floreros y charlarlo todo hasta el alba en sus tertulias de Fleet Street. Pero también un titán de humores frágiles. El Dr. Johnson tenía pánico a los bajonazos del ánimo y escribió consejos preventivos: «Si estás solo no estés desocupado y si estás desocupado no estés solo».

Los he recordado a todos observando estos días a Pedro. La sonrisa-eslogan se ha congelado. Las frases de deje macarra proclamando un cambio no ganado menudean. Las ojeras y las secuelas de un antiguo acné juvenil se han marcado en su rostro, cuya beldad y novedad supuso su tarjeta de presentación. Transita lánguido por los pasillos del Congreso, perplejo porque el mundo no se ha rendido a su genio. Se mira las uñas, demudado por la resaca de su sobredosis de egotismo. Intento que me dé pena. Pero cuesta: no se deben pisotear las ideas ajenas, ni proclamarte campeón sin haber ganado, ni aspirar a gobernar cuando has confundido posar con pensar.

Samuel Johnson lo tenía claro: «No hace falta comerse toda la res para saber que está cruda». Pero Pedro, el triste, paralizó su país cuatro meses, obstinado en una rabieta de soberbia, incapaz de asumir que el resultado del 20-D le señalaba el camino a casa. En las nuevas elecciones volverá a ganar el mismo, Mariano, con todo su lastre. Pedro se jugará el segundo puesto con Podemos y será laminado por Susana. Triste. Cómo no estarlo.

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