Rosa Belmonte

Plátanos a pellizcos

Rosa Belmonte
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Antes de que viéramos «Whiplash» ya conocíamos a Anna Tarrés. Y si la entrenadora de natación sincronizada no era tan dura como el profesor chiflado interpretado por J. K. Simmons, poco faltaría. Con su «WhiSplash» consiguió 52 medallas. Y sobre todo puso en el mapa la sincro española, de la que se hablaba precisamente por sus triunfos. Es decir, ¿cuántos españoles ven natación sincronizada habitualmente en directo sin tener una pariente con pinza en la nariz metida en el agua? Pero por mí como si destacamos en el curling o el lacrosse. Ya lo hacemos en marcha atlética. Y sólo Cary Grant en «Apartamento para tres» (lógica traducción española de «Walk, don’t run») me ha gustado andando así. En una de sus actuaciones, la comediante Rita Rudner recordaba que ponerse en forma te lleva seis meses.

Y bastan dos semanas para perderla. Cuando uno se da cuenta de eso puede dejar de sentirse molesto por cualquier otro problema y centrarse en lo importante. Algo así ha pasado con el equipo español de natación sincronizada. Es como cargarse Nínive (vale, aquí me he pasado).

El dopaje consiste en tomar o hacer lo que hasta que se prohíbe estaba permitido

Que era muy dura Anna Tarrés. Ahora que se quejen las ucranianas mientras ganan medallas. Que los niños no pueden tener tantos deberes, se quejan algunos padres. Pobres. Como si aprender no supusiera esfuerzo. Como si la excelencia fuera algo que pudieran suplir los ratones de Cenicienta o el Supercalifragilístico de Mary Poppins. Ni siquiera el talento es suficiente. El talento, recuerda Stephen King, es tan corriente como la sal de mesa. Lo que lo separa del éxito es el trabajo duro. Otra cosa es que se quiera el éxito o no. Pero en el deporte olímpico se supone. Lo malo es que tanto esfuerzo y tantas carencias lo sean para deportes en los que no te haces rico. Y seguro que con la actual seleccionadora las chicas habrán trabajado en estos malos tiempos tan duramente como en los buenos.

Maria Sharapova se come (o se comía) los plátanos a pellizcos. Una mujer con ese aspecto y un apellido terminado en ova (tantas veces sinónimo de tía buena) no puede comérselos como Rafa Nadal. En cosas como esta se comprueba que es más difícil ser mujer. En los descansos de los partidos, Maria ingería potasio por vía oral. En público. En privado le daba al Meldonium. ¿Cómo es posible no haberse enterado de que lo habían puesto en la lista negra? Porque el dopaje consiste en tomar o hacer lo que hasta que se prohíbe estaba permitido. Menos virtud, Caperucita.

Dio Sharapova la rueda de prensa para anunciar su positivo en el L. A. Hotel Downton. Un edificio moderno en el centro financiero de Los Ángeles, pero delante de esos cortinajes parecía Bob Hope cuando presenta a Kirsten Flagstad en «The Big Broadcast of 1938». Por un lado, Brunilda cantando el «Ho jo to ho». Por otro, la siberiana cantando metí la pata. Maria Sharapova es muy aburrida y siempre lo ha sido. También su tenis. Y sus gritos. Y su cara de pan de carrasca (que ha mejorado). Ni siquiera tiene pinta de que en el futuro pueda hacer un libro como «Open», las extraordinarias memorias de Andre Agassi. Ambos pueden compartir recuerdos de la academia de tenis de Nick Bollettieri. Un campo de prisioneros que convertía a sus alumnos en animales, dijo Agassi. También contó en el libro escrito por J. R. Moehringer que en 1997 consumía metanfetaminas. Dio positivo, pero convenció a la ATP de haber tomado la droga mezclada accidentalmente con una bebida. A Florence Griffith nunca la pillaron. Se retiró después de Seúl y murió a tiempo. Supongo que Maria Sharapova habrá despedido a sus médicos.

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