Luis Ventoso

Little Mo/París

«Era un niño muy, muy encantador», dicen sus profesores…

Luis Ventoso
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Nada tenía por qué salir mal. Pero salió peor que mal. La historia arranca en Kuwait, paraíso petrolero que también tiene sus parias, por ejemplo, los Emwazi. Eran unos apestados en el emirato por doble motivo: formaban parte de la tribu de los Bedooms, que ni siquiera gozaba de plena ciudadanía kuwaití; y además, cuando Sadam ocupó el país tuvieron la genial idea de decantarse por los invasores. Estaban marcados y en 1993 se refugiaron en el Reino Unido, que les concedió asilo político. Los salvó de la persecución, tal vez de la muerte.

El hijo mayor se llamaba Mohamed y llegó a Inglaterra con seis años. Nada tenía por qué salir mal. Se calcula que el sobreprotector Estado social inglés concedió durante veinte años casi medio millón de euros en ayudas a los Emwazi, una familia numerosa.

Había que ayudarles a aclimatarse, a convertirse en otra historia de éxito en «un país multicultural». Mohammed fue admitido en una buena escuela de primaria de la Iglesia de Inglaterra, en el centro de Londres. La familia vivía al Norte de Kensington, donde no mucho más tarde se compraría un piso un político prometedor, un tal David Cameron. El pequeño Mohammed, «Little Mo», como le llamaban en la escuela, era según sus maestros un niño «muy, muy encantador». Tímido, inteligente, serio en sus tareas. Su instituto también fue de nivel. El primer ministro Blair lo visitó dos veces por tratarse de una institución de rendimiento ejemplar. Mohammed parecía un pequeño inglés más. Le gusta el Manchester United del gran Ferguson y jugar al fútbol 7. Como cualquier chaval fantaseaba con ser futbolista.

Pero su carácter se va esquinando. Primero un poco de matonismo pandillero, que no le impide llegar a la Universidad y hasta licenciarse en Informática. Luego el veneno, la rabia irracional del autoalienado, canalizada a través del fanatismo yihadista. Es en la Universidad de Winchester, en pleno Londres, donde se contagia. Allí la prédica salafista está al orden del día, pero se tolera en nombre del buenismo multicultural. En su último año de carrera ya está fichado por los servicios secretos por moverse en células pro Al Qaida. Lleva doble vida. De día le pone la ropa cara, un poco hip-hop, e impresionar a las chicas. En su submundo lo carcome un odio salvaje, espoleado por la versión wahabista de su religión. Próxima parada, los vídeos cuchillo en ristre, degollando a reos maniatados humillados con unos pijamones naranjas, que pretenden espejo de Guantánamo. Crueldad sin límites. Torturas a rehenes. Tomas falsas del degollamiento una y otra vez, para que cuando llega el asesinato real la víctima aparezca con esa insólita mansedumbre, inexplicable en quien respira sus últimos segundos.

A Mohammed Emwazi lo despanzurró el jueves un dron americano. En los restos calcinados no había ni rastro de Little Mo, muerto diez años atrás. Más de dos mil jóvenes musulmanes británicos y franceses se han alistado en Estado Islámico. París y el mundo lloran una orgia de disparos en nombre de Alá. Digamos la verdad, no les faltó de nada, simplemente algo no funciona. Lo sabemos todos: esta peste continuará inoculándose mientras el islam no pase por el cedazo de las Luces.

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