Guerras civiles

El PP está partido en dos mitades mientras Sánchez se entretiene y nos distrae reabriendo la tragedia del 36

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, informa al Congreso del programa de su Ejecutivo EP
Isabel San Sebastián

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Nadie ha retratado a España como don Francisco de Goya, que reflejó en su «Duelo a Garrotazos» el espíritu cainita que la habita mejor de lo que cualquier ensayo habría definido con palabras. Nuestra nación no consigue superar esa tendencia natural irrefrenable a hundirse en el barro de las disputas entre hermanos. No sale del enfrentamiento suicida. Y cuando por un feliz azar logra cauterizar sus heridas con el fin de avanzar unida hacia un futuro mejor, como ocurrió a la muerte de Franco gracias a la Transición democrática, no tardan en rebrotar las rencillas ni falta un traidor resentido empeñado en desandar lo andado y devolvernos a la casilla de salida, que es hacia donde vamos ahora.

La división es el pan nuestro de cada casa. Hay guerra civil en el PP, partido en dos mitades irreconciliables por un eje invisible de principios que marca la sutil diferencia existente entre ambicionar el poder por el poder y buscar alcanzar el poder para llevar a cabo una ambición. Bajo la apariencia de unas inocentes elecciones primarias se dirime, entre engaños y golpes bajos, el futuro de la fuerza que durante casi treinta años ha representado al centro-derecha español, hoy vencido, desarticulado ideológicamente y carente de identidad reconocible. La poderosa Soraya Sáenz de Santamaría, vencedora de la primera vuelta, cuenta con el apoyo expreso de José Luis Rodríguez Zapatero y Javier Arenas, entre otros políticos «de reconocido prestigio», así como con el respaldo oculto, aunque no menos contundente, de Mariano Rajoy. El aspirante Pablo Casado, a su vez, convence a Dolores de Cospedal, Esperanza Aguirre o María San Gil. Las espadas están en alto, pero casi todo el mundo coincide en augurar que la mayoría de los compromisarios no votarán a quien les plantee una oferta más atractiva, sino a quien vean con más posibilidades de vencer. No en vano se juegan sus habichuelas, conscientes de que apostar a caballo perdedor equivale a sufrir las consiguientes represalias.

Guerra civil es también lo que se vive en Cataluña, no solo entre la mitad de la sociedad leal a la Constitución y la otra mitad secesionista, sino dentro del separatismo mismo, abierto en canal en torno a la figura de ese individuo infausto llamado Carles Puigdemont. Si la contienda interna del PP se caracteriza por el juego sucio, la que se libra en dicha región amenaza con tomar muy pronto formas violentas imparables. Inés Arrimadas, la valerosa lideresa de Ciudadanos, sufre insultos y vejaciones cotidianos, que, por cierto, no parecen incomodar a las feministas de guardia, siempre atentas a denunciar cualquier comentario machista procedente de un alcalde o diputado alineado en la derecha. El parlamento autonómico es una burla de sí mismo, sujeto a la arbitrariedad de su presidente. La tensión crece en las calles, con conatos de enfrentamiento tremendamente inquietantes. La situación se parece cada vez más a la del País Vasco de las treguas terroristas, cuando ETA no mataba pero sus secuaces no dejaban vivir al discrepante con la doctrina oficial sabiniana.

Y mientras todo eso ocurre a su alrededor, el presidente Pedro Sánchez se entretiene y nos distrae reabriendo la Guerra Civil con mayúsculas, la tragedia del 36, que ingenuamente creímos definitivamente enterrada. A falta de pan, de medidas concretas y útiles, bueno es el circo del Valle de los Caídos y demás trampantojos destinados a dar carnaza a sus socios podemitas. ¿Arriesgado? Desde luego. ¿Irresponsable? Aún más. Claro que a él le da igual. Él ya ha cumplido su sueño de llegar a La Moncloa. Todo lo que sea resistir equivale por tanto a ganar.

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