Feministas que no vestimos pussyhats

La derecha comete un error cuando deja que la izquierda se apropie de la palabra feminismo

Edurne Uriarte

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Aún recuerdo la cara de desconcierto y de rechazo que puso mi interlocutor cuando le dije que me consideraba «feminista radical». De eso hace varias décadas, y sigo considerándome feminista, pero pongo la misma cara que aquel mi interlocutor si alguien me confunde, por ejemplo, con las feministas de los pussyhats. En deferencia a los lectores, he optado por omitir la traducción en el titular: « los gorros del coño », que son los gorros exhibidos por esas feministas en la Marcha de las Mujeres del pasado sábado en Estados Unidos, con las consiguientes reivindicaciones sobre «el poder del coño» y con la sola crítica al color rosa del gorro, o del coño en cuestión, racista, al parecer, para con las mujeres de color.

Visto lo anterior, entiendo que haya un significativo rechazo social a la palabra feminismo. Aún más en la derecha, si tenemos en cuenta que la marcha de los pussyhats, como otras tantas, no era una marcha de las mujeres sino una marcha de las mujeres izquierdistas contra Trump, con la habitual confusión entre feministas de izquierdas y todas las mujeres. Pero precisamente por eso, por esa manipulación, la derecha comete un error cuando rechaza la palabra feminismo y deja que la izquierda se la apropie, como lo ha hecho con otros conceptos. Porque feminismo significa creencia en la igualdad de las mujeres y en el objetivo de luchar contra la discriminación.

Pero resulta que hay diferencias entre las propias mujeres sobre las maneras y políticas para luchar contra la discriminación. Así lo ha puesto de manifiesto el debate sobre el movimiento MeToo. La carta de Catherine Deneuve y las 100 francesas no es una anécdota, es la expresión de una importante diferencia dentro de las mujeres, todas feministas, defensoras de la igualdad, pero con conceptos diversos sobre la lucha contra la discriminación. Muchas aborrecemos, por ejemplo, el sistema de delación pública que ha llevado a extremos lamentables como el de la hija de Woody Allen lanzando acusaciones de abusos contra él, negados en su día por dos investigaciones . O el de otras delaciones públicas, sin pruebas y sin investigaciones judiciales.

Y tampoco nos gusta la dejación de la responsabilidad individual que apoya el movimiento MeToo . Que no cuestiona, por ejemplo, el dinero recibido por las actrices que denuncian tanto tiempo después al productor que las contrató. ¿Por qué aceptaron el contrato y el dinero? También nos sorprendemos por esa escandalosa mezcla entre acoso y flirteo que domina ahora el debate público y que denota, totalmente de acuerdo con las 100 francesas, un sorprendente puritanismo. Lo que explica seguramente que justamente sea esa parte del feminismo, el puritano, la que apoya el uso de un símbolo discriminatorio como es el hiyab, con el insostenible argumento de que cada una se pone lo que quiere. O que sea también el feminismo tan dado a victimizar a las mujeres, a prolongar su imagen tradicional de seres débiles y pasivos necesitados de protección. Como en la campaña contra los piropos del Gobierno andaluz o la ley que prepara Macron para multar a los hombres que piropeen a mujeres en la calle.

El feminismo está dividido en lo ideológico , en las ideas de victimización y protección, en la izquierda, y de libertad y responsabilidad, en la derecha. En lo moral, entre el puritanismo y la igualdad sexual de las mujeres. Y en lo estético, entre el feminismo de los gorros del coño y el feminismo que no ve diferencia alguna entre ellas y las vulgaridades de Trump.

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