Editorial

Dolores Delgado, una dimisión que se retrasa

No puede admitirse que una institución como el Ministerio fiscal, llamado por la Constitución a defender ante los tribunales el interés general y a velar por la independencia de los jueces, se vea envuelta en un problema personalista, como el que representan todas las sombras que proyecta sobre sí misma y sobre su papel

Editorial ABC

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La Fiscal general del Estado, Dolores Delgado, debería hacerse el favor de dimitir y no continuar expuesta a la radiación de un desprestigio que aumenta día tras día. Su nombramiento fue una depresión para el nivel institucional que corresponde a la Fiscalía General, porque su militancia activa en el PSOE, más allá de su doble condición de diputada y ministra, no la hacía idónea para el cargo. La Sala Tercera del Tribunal Supremo eludió juzgar su nombramiento, pero tampoco lo avaló expresamente, así que Delgado sigue en el filo de una opinión pública que no reconoce en ella las condiciones adecuadas para dirigir el ministerio fiscal con criterios objetivos e independientes. Sus comentarios procaces grabados por el Comisario Villarejo en una comida a la que asistió el ex juez Baltasar Garzón, aunque fueran de años atrás, la habrían dejado fuera de cualquier proceso de selección mínimamente respetable.

La fiscalía es un órgano previsto con detalle por la Constitución y constituye una pieza esencial del Estado de Derecho y del funcionamiento de la Administración de Justicia. La intervención de los fiscales ante los tribunales debe ajustarse a los principios de legalidad e imparcialidad, aunque internamente se someta a los criterios de dependencia jerárquica y unidad de actuación. Precisamente, este mando interno que se asigna al Fiscal general, como superior jerárquico de la estructura del ministerio fiscal, exige de su titular unas condiciones que sumen la autoridad y el prestigio al cumplimiento del requisito legal de mera antigüedad en una profesión jurídica.

Sus conflictos de interés son evidentes, en diversos planos, pero es el caso del fiscal Stampa el que está apuntillando la imagen de Dolores Delgado antes sus propios subordinados. Más allá de la guerra abierta que mantiene con la Asociación de Fiscales, que es la mayoritaria en el cuerpo de la fiscalía, Delgado se está perdiendo en el laberinto de su propia opacidad, negándose a facilitar a dicha asociación y al propio interesado las actas de la investigación interna sobre el comportamiento del fiscal Stampa. Las acusaciones que este funcionario dirige a la Fiscalía general -retrasar a conciencia la tramitación del expediente abierto contra él para perjudicarlo en sus expectativas de destinos- están vinculadas a un proceder general de falta de transparencia que socava el crédito de la institución que representa. La soberbia y el enrocamiento de Delgado afectan a la estabilidad del Ministerio público y siembran una discordia que tiene más que ver con la autodefensa del personaje, que con la afirmación legítima de un criterio jurídico frente a un conflicto.

No puede admitirse que una institución como el Ministerio fiscal, llamado por la Constitución a defender ante los tribunales el interés general y a velar por la independencia de los jueces, se vea envuelta en un problema personalista, como el que representan todas las sombras que proyecta Dolores Delgado sobre sí misma y sobre su papel en determinados procedimientos penales en los que objetivamente concurren intereses políticos y otras naturalezas

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