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El señor Rato

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Hay posturas vitales difíciles de asumir, pero una de las más asombrosas es la del señor Rato, que judicialmente vive detrás de la popa de un yate, suspendido en el aire, etéreo, ligero y a la vez orondo como un 'petit choux', estático sobre el agua de algún punto indeterminado de las Baleares. Es una suerte de exoplaneta que orbita sobre una presunción de inocencia menguante y que no se sabe cuándo caerá, pero casi nadie duda de que no volverá a cubierta sin mojarse. Es curioso que el señor Rato fuera el ejemplo de tanta gente. Si se tiene en cuenta de dónde viene y toda esa honorabilidad de persona 'comme il faut' que le precedía como el olor de los bizcochos de la gente que se filtran bajo las puertas de sus casas, si se tiene en cuenta desde dónde cae, digo, el señor Rato debiera de estar retratado precipitándose al agua desde un helicóptero a sesenta metros de altura como el último superviviente, el Bear Grylls -un señor que es capaz de beber pis de la piel de una culebra- de la política financiera.

Con el señor Rato, nada podía pasarnos y aquí estamos. Hubo gente que quería ser él como hubo gente que llevaba hombreras.

Hay que llamarle señor Rato, porque así le llamaba su secretaria, Doña Teresa Arellano. Ella siempre le dijo señor y él le decía a ella 'Teresita'. Esto es muy del Madrid de Rato, de esa hidalguía cercana de provincias que sigue siendo un poco 'La escopeta nacional', que no se termina de ir, como si girara aún sobre los puntos de suspensión de sí misma y que a veces se diría que añora las propias pesadillas. He sabido de Teresa por una notable pieza periodística de Lucía Méndez en 'El Mundo' en la que cuenta su historia. Arellano siempre había sido la sombra del señor Rato desde sus comienzos, y eso es decir mucho teniendo en cuenta que los políticos tienden a convertirse con el tiempo en chamanes del histerismo.

El señor Rato, no, él guardó la calma cuando llegó la Policía y ella siempre le compró la versión, aún no desmentida por un juez, de que la investigación, las acusaciones, la policía en la oficina del barrio de Salamanca y la mano del agente de la Agencia Tributaria en la nuca de su jefe, todo eso era una estratagema del poder contra un señor honorable al que ella no abandonaría jamás. Él, como tantos, tiene cierta facilidad cantábrica para mantener el jersey sobre los hombros en las galernas. Después, la Policía comenzó a acercarse a ella, a rondarla como rondan los tiburones y a hacerle preguntas. Entonces se acordó del 'Firma aquí' y de que si «¿Cómo va a ser malo, con lo que yo te quiero?». Después supo lo que era un testaferro.

Hay gente a la que habría que encerrar, no tanto por sus delitos, que también, como por su manera de tratar al servicio. Yo hubiera firmado pena de cárcel a diez o doce chavales solo por la soberbia feudal con la que decían al camarero 'Ponme media de fino' en la caseta del Casino Nacional de la Feria de Jerez. A mí, cuyo único orgullo comprobable es que me trato con ministros igual que con yonkis de la Cañada Real, siempre me pusieron los pelos de punta los desvaríos domésticos de la clase dirigente. Teresita lo vio claro cuando sin que le pagaran el sueldo, contempló al señor Rato saltando al vacío desde el yate en Mallorca.

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