Francisco Apaloaza

Mogambo y los toros

Yo creía que esta censura moral había terminado y solo ha mutado

Francisco Apaloaza
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Mogambo (1953) fue una de las mejores películas de John Ford. Para el resto del mundo, cuenta la historia de un antropólogo (Donald Sinden) que contrata un safari por el corazón de África para filmar gorilas con su esposa. El guía es un apuesto y masculino cazador (Clark Gabble). Como dicta la matemática sentimental, ella (Grace Kelly) desvía la vista de los gorilas y se concentra más en ‘caracable’. La censura española juzgó que el adulterio era demasiado para el pueblo, que no estaba preparado para verlo, que suponía un asunto del todo amoral y, por eso, en el doblaje convirtió a Grace Kelly y a su marido en hermanos. El escándalo era imparable, pues en lugar de adulterio en esta nueva versión, cuando el marido llegaba a la tienda en mitad de la fragante noche africana, con el ulular de los monos de fondo, se le ponía tierno a su hermana.

En realidad, la versión dulcificada era más escandalosa aún, pero en España en 1953 el poder que pensaba por el bien de todos y decía lo que era moralmente aceptable o visible, creía que el adulterio era un pecado mortal que no se podía presenciar –al menos el de ellas– ni siquiera en la ficción, por mucho que estuviera a la orden del día en el país, por mucho que hasta los monaguillos en España supieran que Clark Gable tenía la cruz del gran follarín distintivo especial púrpura. Se podía hacer si no se veía.

Yo creía que esta censura moral había terminado y solo ha mutado. Los que han diseñado los toros sin muerte en Baleares son los mismos tipos que doblaron ‘Mogambo’. Siguen siendo aquellos que te dicen lo que tienes y lo que no tienes que ver. Los que te dicen qué pensar, los que te dicen qué sentir, lo que te dicen qué hacer, los que te dicen qué puedes ver, con quién acostarte y hasta dónde acariciar, si el beso es con o sin lengua. Podemos y compañía, con la fanfarria mendicante del PSOE, que son los que han firmado la sentencia de muerte de los toros en las Islas Baleares, son los mismos tipos que medían las faldas de las señoras, los mismos que vigilaban que no se besaran homosexuales por la calle, una evolución del moralismo cultural traída curiosamente de los ámbitos políticos que lucharon por las libertades.

Ahora se les ha ocurrido que no se puede ver la muerte del toro, pero sí hacer la muerte del toro, o del bogavante, o del cerdo del frito mallorquín, y vienen con todo su aparato de censura a cercenar libertades tipos que se ponen hasta las manillas de pollos asados y de langosta. Porque lo importante no es el bienestar del toro como no lo es el de los demás animales que comen gratuitamente y mueren como todas las víctimas de una gastronomía prescindible y posible sin animales (pronto, el langostino sin muerte y la chuleta de Rekondo sin sangre). No. El problema no es que se mate el toro como no lo es que se mate el conejo, el atún rojo o la pularda. El problema es que usted lo vea. El toro muere, como mueren sus terneras y sus cerdos, asesinados en la oscuridad, sin siquiera la posibilidad digna de defenderse, de mostrarse, de expresar su valentía. Sin gloria. Rápidamente acuchillados. Usted sabrá que sucede pero no lo verá. Como en ‘Mogambo’. Sabíamos que llegaría 1984, pero confiábamos para la tarea en una derecha opresora, no en estos pisaverdes abrazaconejos que tanto leen a Gramsci y después lloran en las matanzas como en la final de un ‘talent show’.

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