EL CONTRAPUNTO

¿Cuánto vale la seguridad?

Deberíamos buscar las «causas» de esta sinrazón en los sótanos del alma donde habita la maldad, porque la maldad existe

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TRAS una catástrofe aérea como la sobrevenida al vuelo de Germanwings, todos estamos dispuestos a sacrificar lo que sea con tal de evitar que semejante tragedia se repita: intimidad, privacidad, libertad, precios, tiempo… ¡Lo que sea! Todos exigimos a la autoridad competente que endurezca la legislación. Todos nos rasgamos las vestiduras preguntándonos cómo es posible que acaeciera lo que acaeció sin que se tomaran las medidas pertinentes para impedirlo. Cómo pudieron fallar hasta ese punto los mecanismos en los que confiamos. El terror nos atenaza con una fuerza semejante a la de la rabia y la impotencia. Pedimos respuestas rápidas. Ansiamos una explicación lógica. Necesitamos aferrarnos a la idea de que el peligro es conjurable y, actuando correctamente, evitaremos ser pasajeros del próximo avión siniestrado.

No creo que tal pretensión sea alcanzable, incluso cediendo a la tentación de quemar nuestros derechos en el altar levantado al miedo, y aun así tengo la certeza de que seguiremos intentándolo.

Parece inconcebible que un copiloto aquejado de serios trastornos psiquiátricos se quedara solo a los mandos de una aeronave con 150 personas a bordo, pero ocurrió. Y sucedió precisamente porque el 11 de septiembre del año 2001 los terroristas de Al Qaida convirtieron cuatro aviones en armas con las que no sólo sembraron horror y destrucción, sino que cambiaron para siempre nuestra forma de viajar. Desde entonces las cabinas de mando van blindadas, en un intento a todas luces fallido de reducir a cero el riesgo inherente a volar. O debería decir a vivir, porque vivir es sinónimo de arriesgar, por más que anhelemos ser dueños de nuestro propio destino.

Ignoro el grado de responsabilidad civil al que habrá de hacer frente Lufthansa por permitir que Andreas Lubitz tomara el control de ese Airbus en el estado en el que se encontraba. La Justicia determinará la cifra, que aventuro alta, por más que no haya oro capaz de mitigar el dolor de las víctimas supervivientes, familiares de las fallecidas. Lo que me temo es que a partir de ahora cualquier trastorno mental, por leve que sea, se convertirá en un impedimento insalvable para ejercer la profesión de piloto (y quién sabe si también maquinista de tren, conductor de autobús, etcétera), sin que nadie levante la voz en defensa del colectivo afectado. ¿Quién se atrevería a hacerlo? ¿Con qué argumentos? ¿Cómo anteponer sus derechos a los de la mayoría legítimamente empeñada en salvaguardar su seguridad? No soy psiquiatra y por ende carezco de fundamento científico para opinar con rigor, pero he visto de cerca una depresión y me cuesta mucho creer que pueda llevar a un hombre a cometer un asesinato en masa. Más bien deberíamos buscar las «causas» de esta sinrazón en los sótanos del alma donde habita la maldad, porque la maldad existe, llámesela psicopatía o perversión, más allá de la enfermedad. Resulta horriblemente inquietante, pero esa es la verdad. Preferimos ignorarla y aferrarnos al diagnóstico «oficial», pese a quien pese. Por eso no doy un euro por la confidencialidad inherente a la relación terapeuta-paciente a partir de ahora. No cuando haya vidas en juego. ¿Quién podrá protestar porque se refuercen esos controles, igual que se hizo en su día con el registro de viajeros y equipajes?

Irrumpen en este debate algunos sindicatos profesionales, vinculando con sobreentendidos la merma de seguridad a la voluntad de ahorrar costes. Es tan negra la ecuación que repugna darle crédito, aunque, si realmente es así, si sólo es cuestión de dinero, lo pagaremos con gusto. Parece un precio «low cost» a tenor de lo que está en juego.

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