La insólita entrevista de ABC en 1969 al general nazi que Hitler quiso como a un hijo: «Éramos apóstoles»

Un cuarto de siglo después de la Segunda Guerra Mundial, este diario mantuvo una larga y profunda charla con Léon Degrelle, dirigente al que el «Führer» condecoró personalmente en varias ocasiones y al que ayudó a perpetrar su barbarie en Bélgica, pero que consiguió huir de los Juicios de Núremberg y su condena a muerte

Léon Degrelle, siendo saludado por Hitler (imágenes de la izquierda), junto a un retrato del líder belga muchos años después de la Segunda Guerra Mundial ABC / Vídeo: Degrelle, el nazi al que Hitler quiso como a un hijo, vivió en España tras la guerra: «Me salvó la vida» - ABC Multimedia

Israel Viana

«El fundador del rexismo ha pasado por Madrid, con un billete de ida y vuelta, para asistir a la boda de su hija María Cristina. Hace sólo unos meses hemos sabido que vivía en Brasil, por unos amplios reportajes publicados en una revista de Sao Paulo», comentaba el 11 de octubre de 1966, en ABC, el famoso escritor Marino Gómez-Santos , autor de numerosas monografías sobre destacados personajes de la historia de España del siglo XX. Desde Leopoldo Alas «Clarín» a Pío Baroja, pasando por Gregorio Marañón, la Reina Victoria Eugenia y Severo Ochoa, entre otros.

Sin embargo, en esta ocasión, al también periodista ovetense —fallecido en diciembre a los 90 años— le tocó entrevistar a una de la figuras clave del movimiento nazi, uno de los dirigentes favoritos de Hitler, superviviente de la Segunda Guerra Mundial y huído de los famosos Juicios de Núremberg por los que, seguramente, habría sido condenado a muerte. Así lo reconoció él mismo en esta larga charla publicada en exclusiva por nuestro periódico a su paso por Madrid: «Es muy fácil suponer que, si me hubieran capturado, ahora se cumpliría un cuarto de siglo de mi muerte».

[Lee la entrevista original en ABC aquí]

Y es que Léon Degrelle (Bouillon, Bélgica, 1906) no fue un líder cualquiera del nazismo, sino el padre del rexismo, la rama belga del nacionalsocialismo que él mismo fundó en 1936 y que acabó colaborando estrechamente en la barbarie de Hitler, después de que este le colocara al frente de Bélgica, después de su invasión del país durante la Segunda Guerra Mundial. Fue el 1 de enero de 1941 cuando nuestro protagonista declaró públicamente la unión del movimiento rexista con el nazismo y el fascismo. Y, cuatro días más tarde, confesó su admiración por el «Führer», al que llamó «el hombre más grande de nuestra época».

La unificación de todos estos movimiento de ultraderecha europeos en un frente común contra la URSS, le dio la oportunidad a Degrelle de estrechar su colaboración con el Tercer Reich . Tal es así que le pidió autorización a Hitler para fundar la Legión Valonia, una unidad extranjera adscrita a las SS alemanas para combatir a los soviéticos en la que destacó por sus servicios al nazismo. pero, una vez finalizada la guerra y con la guerra y con el «Führer» ya muerto, fue convencido por el ministro de Exteriores germano, Joachim von Ribbentrop , para que huyese. Entonces se escapó a Oslo y se apropió del avión del arquitecto y Ministro de Armamento nazi, Albert Speer , para poner los pies el polvorosa hasta acabar estrellándose en la playa de La Concha de San Sebastián.

Degrelle, «el hijo adoptivo de Hitler»

«El avión llegó a nuestra ciudad falto de gasolina, efectuando un aterrizaje forzoso —podía leerse en ABC el 9 de mayo de 1945—. De él fueron extraídas seis personas con uniformes militares alemanes. Una de ellas ostentaba alta graduación con distintivo de coronel y lucía en su pecho la Cruz de Hierro. Se trata de Léon Degrelle». Dicha cruz se la había impuesto nada menos que Hitler en febrero de 1944. En agosto de ese año, le otorgó también la Cruz de Caballero con Hojas de Roble, una distinción concedida a solo 883 militares en toda la guerra. En la ceremonia de entrega, el líder nazi llegó a decirle: «Si tuviese un hijo, me gustaría que fuese como usted». Aquellas palabras eran un reconocimiento mucho mayor que la distinción militar, que reflejaban la gran confianza y complicidad que tuvo con el «Führer». Por eso, de ahí en adelante se le conoció como «el hijo adoptivo de Hitler».

Los donostiarras que presenciaron aquel accidente se quedaron perplejos. Cientos de vecinos se despertaron con el ruido del choque del avión contra el agua y fueron corriendo a ver qué pasaba. Algunos, en pijama, se acercaron hasta la orilla para ayudar a los desconocidos pasajeros. Y a lo largo del día cientos de personas se acercaron a ver el Heinkel-111. Ahí se extendió el rumor de que dentro iba el mismo Hitler, algo a lo que ayudó, sin duda, la enorme esvástica visible en la cola.

Degrelle resultó gravemente herido y estuvo ingresado durante dieciocho meses en el Hospital Mola, de San Sebastián, aunque en un primer momento ABC solo detallaba que sufría «la fractura del omoplato y la posible fractura de un tobillo». «Mis heridas, en realidad, me salvaron, porque Franco quiso devolverme a Alemania. Ví las cosas tan mal que un día le escribí una carta en la que le decía: "Qué poco vale para usted la sangre de un cristiano". Franco se indignó, según supe», contaba Degrelle. Al final, acabó muriendo en Málaga en 1994.

Entrevista completa desde aquí:

«El fundador del rexismo ha pasado por Madrid, con un billete de ida y vuelta, para asistir a la boda de su hija María Cristina. Hace sólo unos meses hemos sabido que vivía en Brasil, por unos amplios reportajes publicados en una revista de Sao Paulo.

Físicamente muy parecido al general Perón de hace diez años, León Degrelle es un hombre de una vitalidad sorprendente, lo que hace comprender muy bien el dinamismo de sus años de juventud como fundador y líder del rexismo, partido que llegó a tener la cuarta parte de los escaños de las Cortes y el Senado belgas en 1936, solo con una acción pública estrictamente legal.

En 1940, cuando la invasión alemana liquidó la vida política belga, León Degrelle, siguiendo los consejos del Rey Leopoldo III, se dedicó con mucha prudencia a una política de colaboración que tenía por único objetivo salvar lo que se pudiera del porvenir de Bélgica. Él mismo nos dice que, en 1941, cuando el 21 de julio entraban las tropas de Hitler en la Rusia soviética, vio la ocasión de pasar de la condición de vencido a pueblo que podría tratar de igual a igual con su vencedor de 1940, si una acción militar común procuraba a Bélgica la consideración o el respeto de sus coaliados.

—De esta manera—añade Degrelle—el rexismo fundó la Legión Valona, al igual que España mandó la División Azul. Yo quería dar ejemplo y animar a los voluntarios belgas, para lo cual, a pesar de tener cinco hijos, me alisté como simple soldado.

Léon Degrelle, a la derecha, como oficial de la Legión Valonia ABC

Después de muchos ascensos por méritos de guerra obtuvo el grado de general. Mandó primero una brigada blindada, después una división y, más tarde, un cuerpo de Ejército. En el frente del este sufrió Degrelle siete heridas graves y once fracturas, en el curso de setenta y cinco enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Baste decir que durante los cuatro años de guerra en Rusia, solo once combatientes sobrepasaron los cincuenta. Por ello, fue condecorado en veintidós ocasiones. Entre otras distinciones recibió el Collar de la Ritterkreuz y las Hojas de Roble:

—Estas condecoraciones me fueron impuestas personalmente por Hitler, que me llamó en dos ocasiones a su Cuartel General, para lo cual me envió al frente su avión particular.

Cuando terminó la guerra y con ella su actividad militar y política, Degrelle había cumplido 38 años. Desde entonces ha publicado una treintena de libros. De “Almas ardiendo”, traducido y prologado por el doctor Marañón, se han editado decenas de millares de ejemplares. Recientemente en París han aparecido dos nuevos títulos: “Hitler por mil años” y “Frente del Este”.

La España del patriotismo, la fe y la juventud

Paseamos. Degrelle marcha con las manos atrás, con paso militar y, de pronto, se detiene para mirar hacia el Guadarrama. Sus pasos suenan contundentes, como si fuese a triturar bajo sus pies el mosaico.

—¿Qué ha supuesto España en su trayectoria?

—España es mi vida completa. Ya cuando era niño vine a España. He conocido la España de la Monarquía y la República. Esta última me impresionó al comprobar cómo había fracasado antes de llegar a la Guerra Civil. Como, a pesar de todas sus promesas, no hizo absolutamente nada por la clase obrera. El trabajador continuaba con seis pesetas de jornal y vivía sin ninguna protección social. Esta es una de las cosas que me han convencido más de la imposibilidad de conseguir el bienestar de un país con los métodos que ya en aquella época se llamaban democráticos.

Cuando estalló la guerra española en 1936, el Movimiento Rexista, mandado por Degrelle, se puso al lado de España.

—Fueron nuestros muchachos rexistas los primeros en Europa que expulsaron al personal de la Embajada roja en Bruselas para que entraran los pocos españoles nacionales que estaban allí en aquel momento. Teníamos muchos chicos rexistas de voluntarios en España. Así fue como, en el invierno de 1938 o 1939, vine a pasar tres semanas como huésped de honor aquí. Esto me permitió ver en aquella época este país maravilloso del patriotismo, de la fe y de la juventud. Se veían gobernadores de 25 años, ministros de 30 y 35. Creo que esto fue lo que salvó a España. Además del genio y el esfuerzo militar, los españoles realizaron en todo momento un gran esfuerzo moral. Durante la Segunda Guerra Mundial en el frente del este, el recuerdo de España me acompañaba.

—Tuvo amistad y relación política con José Antonio Primo de Rivera desde 1934.

—Puedo decir que teníamos una gran comunidad espiritual. La Falange y el Movimiento Rexista estaban unidos por una gran base cristiana. Los dos nos preocupábamos más de los valores espirituales, porque para nosotros conseguir el poder no era solo tener el mando político o el posible interés material del hombre. Por encima de todo estaba nuestra responsabilidad espiritual, no para convertir nuestro movimiento en una religión nueva, sino para permitir la libre expansión de los libres valores morales y religiosos.

—En 1934, José Antonio Primo de Rivera le nombró número uno de la Falange del exterior.

—Soy el único extranjero en el mundo que tiene la Medalla de la Vieja Guardia. Y como detalle curioso, diré que mi enlace con José Antonio era un señor rico, cuyo apellido es conocido por todos los españoles por sus industrias, entre ellas por la que más popularidad le ha dado, que es la cerveza. Me refiero a Alfredo Mahou. Este me hacía llegar las cartas de José Antonio y llevaba las mías al jefe de Falange Española.

«Con las últimas gotas de gasolina»

—Ha sido un enamorado de España desde siempre, porque había vivido, en diferentes épocas, en todas las regiones.

—Cuando llegó el hundimiento del frente del este durante la Segunda Guerra Mundial, yo me quedé hasta última hora, hasta el último minuto en el extremo más peligroso del frente, en Noruega. El 7 de mayo de 1945, a las dos de la tarde, se produjo oficialmente la capitulación. Los rusos estaban enfrente. Yo pensé: «No, de ninguna manera. Un hombre que tiene voluntad no capitula». Con un avión abandonado en el campo de batalla nos echamos al cielo seis compañeros y yo.

—Eran las doce menos veinte de la noche, no tenían mapas. Solo pudieron conseguir uno pequeño, arrancado de un libro de geografía escolar, con tres ríos de Francia. Tenían menos posibilidad en cuanto a kilómetros de vuelo que lo que necesitaban.

—Nuestro avión era un bimotor Heinkel, con combustible para unos 2.150 kilómetros, y debíamos realizar un vuelo de 2.300. Nuestra posibilidad de llegar a la frontera española era de uno contra mil, pero los aviones son muchas veces como los automóviles: cuando se marca la reserva de la gasolina parece que en pocos minutos estará a cero, pero se puede seguir. Y eso fue lo que hicimos nosotros, cruzamos Europa entera con toda la artillería antiaérea disparando y, por fin, con las últimas gotas de gasolina, llegamos frente a la bahía de San Sebastián, donde nuestro avión se hundió y del cual salimos gravemente heridos, aunque con la satisfacción de habernos salvado.

«Un cuarto de siglo de mi muerte»

Degrelle posee un gran poder de captación por medio de la palabra. Hemos observado que habla en todo momento como si estuviese dirigiéndose a las masas, accionando enérgicamente, con un estilo y una gallardía de líder de treinta años.

—En aquellos momentos en que caímos con nuestro avión frente a la bahía de San Sebastián, pude ver que el español es un pueblo totalmente distinto a todos los demás. En la vida de los pueblos, generalmente, cuando llega el peligro, suena la hora de los cobardes: todos se asustan y, entonces, el pobre vencido está doblemente derrotado. En esta época no hubo un país en el mundo, exceptuando España, donde se tuviera el valor de salvar la vida de los vencidos. Es preciso decir que España pasaba en aquel momento por una situación tremenda. Aún no se había recuperado de la guerra, estaba cercada por el enemigo, en cualquier momento podía producirse una invasión, la gente tenía hambre y una complicación política más podía ser un drama. España era el país en el cual resultaba especialmente peligrosa cualquier iniciativa relacionada con la salvación de un perseguido.

Marcho al lado de Degrelle, con esfuerzo por seguir su paso largo, enérgico. De pronto, se detiene para decirme en un tono confidencial:

—Salvándome, España no podía ganar absolutamente nada. Yo había perdido, era un vencido, no tenía ni un céntimo. De esta suerte no podía dar ni riqueza, ni influencia, ni nada. Además, estaba gravísimamente herido, con cinco fracturas, enyesado desde el cuello hasta el pie. A pesar de todo, España me recogió, concretamente en el Hospital Mola de San Sebastián. Así me salvó físicamente y moralmente también, en aquella hora de la desesperación. Resistió las presiones más feroces de mis adversarios durante meses, meses y meses. Estas eran más fuertes cada vez. España, no sólo con un sentido humano, sino con un valor extraordinario, ha soportado estas presiones, así como las complicaciones políticas que implicaba su posición. Me salvó la vida. Es evidente que en cualquier país del mundo me habrían entregado.

—¿Y qué habría ocurrido?

—Es muy fácil de suponer: ahora se cumpliría un cuarto de siglo de mi muerte. Si ahora vivo y soy el abuelo de seis niños españoles es porque el pueblo español, en el gran momento de la cobardía, se ha portado como un gran pueblo valeroso y noble.

Un muchacho de Acción Católica

—¿Qué era el movimiento rexista?

—Ha pasado un cuarto de siglo y voy a explicar ligeramente mi aventura política. Cuando yo comenzaba mis estudios en la Universidad de Lovaina, tenía un pequeño periódico. No obstante, yo consagraba mi vida a la Acción Católica. La vida es una cosa extraña, porque mi vocación era de orden espiritual. Tenía tres tíos jesuítas; uno, sacerdote; mi hermana mayor, monja, y mi familia, muy católica. Por tanto, mi vocación era llevar la vida espiritual a los hombres.

—Su acción pública comenzó al lado de monseñor Picard, jefe de la Acción Católica.

—Me acordaré siempre cómo actuábamos en los grandes barrios obreros. Durante la Semana Santa iba yo a explicar en la plaza Mayor, ante millares de obreros, lo que había sido la Pasión de Cristo, cómo había sufrido y amado a los hombres. Si esto lo hubiese hecho un sacerdote, nadie le habría escuchado entonces, pero sí a un muchacho de veinte años que hablaba con fe, pasión y amor.

—Este fue su primer público, formado por gente obrera: marxistas, socialistas, comunistas.

Degrelle, en un retrato de la Segunda Guerra Mundial ABC

—Cuando pienso en mi juventud, siempre tengo el dolor de no haber seguido así. Yo habría querido, con toda la fuerza de mi cuerpo y mi corazón, luchar siempre como un apóstol. ¿Y cómo cambiaron las cosas? De verdad, no cambiaron. Nosotros, muchachos de Acción Católica, teníamos cada día la misma preocupación. En todos los medios anticlericales decían: «¡Sí, ustedes hablan de fe y de Dios! Pero, ¿cuándo se ve lo que hacen los que se dicen católicos?». Cuando decían «los que se dicen católicos», se estaban refiriendo concretamente a los políticos. El partido católico en Bélgica estaba corrompido, se había metido en escándalos financieros inmundos. Para nosotros era evidente que la contradicción era flagrante, monstruosa, y que no se podía admitir más. A un lado, el apostolado; al otro, la corrupción del ideal cristiano. Así nos decidimos, en la Acción Católica, a ir al asalto de esa política para limpiarla y dar, por fin, la posibilidad de tener una verdadera comunión entre el poder civil, en manos de los católicos, y el poder apostólico, de los que iban a la conquista puramente espiritual de las almas. Hemos entrado en la política de verdad, como apóstoles.

—Claro que, desde aquel momento, tenían que abandonar oficialmente la Acción Católica porque esta no se dedicaba a la política.

—La acción política tenía como deber el formar hombres que irían a la conquista de todos los sectores de la vida, de la misma manera que otros podían conquistar el cine, la radio, la literatura y hasta los negocios. Es mejor un negocio limpio, dirigido por católicos limpios, que un negocio sucio. Así nos hemos lanzado a la vida política: sin dinero, sin apoyo y sin protección alguna. Y hemos llegado a la victoria de la misma manera.

—¡Si, pero para ganar políticamente también es preciso disponer de dinero!

—Nunca hemos dispuesto de dinero. El dinero siempre lo hemos ganado luchando. Primero, con nuestros periódicos. Hemos comenzado con uno muy modesto que se titulaba «Rex». La palabra venía de Christus Rex. Este periódico salía primeramente una vez al mes; después, quincenalmente, hasta que llegó a salir semanalmente, alcanzando una tirada de 240.000 ejemplares.

—Millares de muchachos y muchachas vendían aquellos periódicos por equipos, en las calles, en los cines, a la puerta de las iglesias.

—Cada uno de nuestros grupos vendían los periódicos con una buena comisión que permitía cubrir todos los gastos del Movimiento Rexista en la comarca. Muchas de las chicas guapas de Bélgica eran rexistas y conseguían ventas fabulosas de nuestros periódicos. Es a lo que el Rey Leopoldo llamaba el «rex-appel».

—Cada centro se mantenía de la venta de los periódicos y de los mítines.

—Se dice que dar mítines cuesta mucho dinero. Yo he dado millares de mítines. Cada día, cuatro, cinco, ocho... Un día, hasta catorce, desde las siete de la mañana hasta las tres de la madrugada siguiente. En estos mítines la gente pagaba siempre. Hasta el último día de la campaña electoral había que pagar cinco francos belgas, como mínimo. Y las señoras gordas y ricas que querían estar un poco más cerca, pagaban cincuenta francos en las primeras filas. Mis mítines del Palacio de Deportes daban siempre más de cien mil pesetas. Una vez conseguí 800.000 francos de entrada, en seis días. He hablado ante 65.000 hombres, en pleno campo, con 325.000 francos de entrada. Con esta propaganda hemos llegado a la victoria, que era absolutamente democrática, popular, obtenida por el sufragio universal. Porque lo que me interesaba era la masa obrera más que nada. Se hace la revolución de un país no con los que tienen algo que perder, sino con los que están en situación contraria. Y en esta época, el que no tenía nada que perder era el obrero, el campesino. Hemos tenido centenares de millares de campesinos con nosotros, pero estos están perdidos en sus pueblos y no es posible movilizarlos en la acción política, mientras que a la masa obrera sí. A esta he dedicado todas mis fuerzas, en un país en que la masa más importante era socialista, llegando a tener en los grandes centros industriales diputados numerosos rexistas: tres, en Lieja; cuatro, en Bélgica; etc.

Una actividad sobrehumana

Durante mucho tiempo, León Degrelle llegaba a su casa todos los días de madrugada, después de haber recorrido en automóvil, de mitin en mitin, centenares de kilómetros. En las grandes asambleas del Palacio de Deportes había que contar con la pérdida de un kilo de peso cada tarde, por el esfuerzo y el calor de los reflectores. A su regreso, a las cuatro o a las cinco de la madrugada, escribía el editorial para el periódico que lo aguardaba ya para salir a la calle. Entonces se retiraba a descansar sólo dos horas.

—Cuando se está en actividad, el dormir es una claudicación. Yo tenía que dormir poco para poder trabajar mucho, y así resistí por espacio de varios años. Los médicos me decían que no podría aguantar mucho. Ahora tengo 63 años, he hecho cuatro de guerra, soy mutilado al cien por cien y hace poco he ido a pie hasta Santiago de Compostela desde la frontera francesa. En total, 1.030 kilómetros. Cuanto más se trabaja y se lucha, el cuerpo se pone más fuerte. Igual ocurre con las heridas: cada hueso roto se pone después más duro y cada pierna que ha sido atravesada por una bala, anda mejor. No hay que creer en las enfermedades, hay que tener fe. Es la fe lo que da la salud.

En el Guadarrama se ha puesto el sol. Léon Degrelle está alegre bajo el cielo de Madrid. Habla, acciona, camina, piensa, sueña, espera. Y, alguna vez, canta para sí mismo una alegre y nostálgica cancioncilla».

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