Covid-19

La extraña razón por la que los médicos se negaron a lavarse las manos hasta el siglo XX

Cuando llegó el coronavirus, se convirtió en un ritual obligatorio que aún cumplimos muchas veces al día, pero hasta hace no mucho esta práctica era despreciada hasta por la medicina de Europa, Estados Unidos y el resto del mundo

Dibujo de Semmelweis, lavándose las manos justo antes de una operación Bettmann Archive

Israel Viana

En la actualidad nos parece una obligación, una cuestión de sentido común. Y con la llegada del coronavirus a principios de año, mucho más, hasta el punto de que se convirtió en un ritual que cumplíamos (y seguimos cumpliendo) muchas veces al día. Los medios nos recordaban a todas su importancia: «Lavarse las manos es más efectivo que restringir viajes para frenar la epidemia» , «La técnica para lavarse las manos correctamente y evitar que se resequen» , «Coronavirus: 30 segundos que te salvan la vida» o «Google recuerda cómo hay que lavarse las manos en medio de la crisis del coronavirus» .

No fue hasta la segunda mitad del siglo XIX, sin embargo, cuando los médicos de Estados Unidos y Europa empezaron a lavarse las manos y desinfectárselas cuidadosamente antes de examinar a sus pacientes o meterse en el quirófano. Y en esa época eran todavía una excepción. Tuvimos que esperar hasta unos años antes de que llegara el siglo XX para que esta rutina –una de las mejores formas de prevenir la propagación de todo tipo de infecciones y virus– se convirtiera en una obligación para todos los miembros del personal sanitario.

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Uno de los primeros defensores de la necesidad de lavarse las manos fue Ignaz Semmelweis , un médico húngaro nacido en 1818 en Buda (actual Budapest), que, al finalizar sus estudios, se especializó en maternidad y acabó ejerciendo en el Hospital General de Viena entre 1844 y 1848. En aquellos momentos era uno de los centros más grandes del mundo en lo que a la enseñanza se refiere, con un departamento tan grande dedicado a su especialidad que estaba dividido en dos salas: una para los médicos y sus estudiantes y otra para las comadronas y sus alumnas.

La «fiebre infantil»

Su estancia en la capital austriaca coincidió con la aparición de una infección misteriosa y poco conocida a la que llamaron «fiebre infantil». Una enfermedad que comenzó a elevar considerablemente las muertes de las madres primerizas en las salas de maternidad de toda Europa. En ese momento, todos los médicos del mundo, incluido Semmelweis, no tenían por costumbre lavarse las manos en las intervenciones, pues lo consideraban un protocolo irrelevante y sin consecuencias para los enfermos.

Ignaz Semmelweis ABC

Según un artículo de Irvine Loudon publicado en «Journal of the Royal Society of Medicine», en 2013, la tasa de mortalidad materna en aquella sala de matronas fue, entre 1840 y 1846, de 36,2 por cada 1000 nacimientos, mientras que en la sala de los médicos alcanzaba los 98,4. Semmelweis se percató de ello y empezó a buscar diferencias entre ambas salas, para averiguar porque esta infección estreptocócica afectaba más a las pacientes de una planta que a las de la otra.

Una de las primeras diferencias que observó fue que un sacerdote acudía regularmente a la sala de los médicos para tocar una campana como último sacramento para las mujeres moribundas, recuerda Dana Tulodziecki en su artículo «Destrozando el mito de Semmelweis» (2013) publicado en la revista «Philosophy of Science». Esta profesora de filosofía de la Universidad de Purdue, en Indiana, cuenta que Semmelweis se preguntó si las mujeres morían «por el terror psicológico que les producía escuchar aquella campana, incluso si no se estaban muriendo realmente, puesto que les recordarles todo el rato que ellas podían ser las siguientes». Entonces, el médico mandó al sacerdote a la otra sala para cumplir con su misión, pero no variaron las tasas, evidentemente.

Las autopsias

A Semmelweis se le encendió la bombilla en 1847, cuando murió uno de sus colegas del Hospital de Viena, Jakob Kolletschka, después de que este se cortara un dedo con el bisturí de un estudiante con el que estaba realizando una autopsia. Falleció varios días después de una agonía durante la cual mostró los mismos síntomas que las víctimas de la «fiebre infantil». Entonces se preguntó si la sala de los médicos podría estar viéndose afectada por una infección similar a la que había acabado con la vida de su compañero.

A continuación comprobó que, a diferencia de las comadronas, los médicos a veces examinaban a sus pacientes después de realizar las autopsias sin lavarse las manos o haciéndolo de una manera muy superficial, sin el producto adecuado. «Aunque por esa época no se había descubierto todavía el papel de los microorganismos en este tipo de infecciones, Semmelweis comprendió que la “materia cadavérica” que el bisturí del estudiante había introducido en la corriente sanguínea de Kolletschka había sido la causa del fatal desenlace. Y las semejanzas entre el curso de la dolencia de Kolletschka y de las mujeres de su clínica le llevó a la conclusión de que sus pacientes habían muerto por un envenenamiento de la sangre del mismo tipo: él, sus colegas y los estudiantes de medicina habían sido los portadores de la materia infecciosa, porque él y su equipo solían llegar a las salas inmediatamente después de realizar disecciones en la sala de autopsias y, a menudo, conservaban un característico olor a suciedad», defiende Elías Mejía en su trabajo «Metodología de la investigación científica» (Universidad de San Marcos, 2005).

Semmelweis puso a prueba su teoría bajo la creencia de que se podía prevenir la fiebre destruyendo químicamente el material infeccioso adherido a las manos. Ordenó entonces a todos los estudiantes que se las lavaran con una solución de cal clorurada antes de reconocer a ninguna enferma. Justo en ese instante, la mortalidad comenzó a decrecer y, en 1848, descendió hasta el 1,27% en la primera sala y el 1,33% de la segunda. Eso, además, demostraba que la mortalidad en el departamento de las comadronas fuese más baja, puesto que estas no diseccionaba cadáveres.

Lavado rutinario

Para ampliar su hipótesis, Semmelweis y sus colaboradores examinaron a una parturienta aquejada de cáncer cervical ulcerado después de haberse desinfectado cuidadosamente las manos. Y después procedieron a examinar a otras 12 mujeres más de la misma sala sin desinfectárselas de nuevo. Resultado: 11 de ellas murieron de «fiebre infantil». El médico húngaro llegó a la conclusión de que esta enfermedad podía ser producida no sólo por la «materia cadavérica», sino también por la «materia pútrida procedente de organismos vivos».

Cuando dio a conocer los resultados de sus investigaciones en la década de los 60 del siglo XIX, la mayoría de hospitales se negaron a adoptar sus políticas del lavado de las manos y su correcta desinfección. Y la polémica que generó no fue pequeña. Según Tulodziecki, la historia es mucho más compleja. «Los médicos no estaban muy contentos con el hecho de que Semmelweis les señalara como responsables de matar a todas estas mujeres. Y cuando finalmente publicó “La etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal”, en 1860, lo cierto es que no estaba muy bien escrita y parecía divagar sobre diversos aspectos[...]. En general, podría haber mejorado sus argumentos», escribe en su artículo.

Por ejemplo, el que decía que la «fiebre infantil» era causada también por los cuerpos en descomposición de los animales, lo que no tenía ningún sentido. Esta infección había surgido muchos años antes en los hogares, donde las mujeres solían parir, y reproducido en el Hospital de Viena, pero en ninguno de los dos lugares había, obviamente, materia cadavérica animal alguna ni carne en descomposición. Semmelweis, además, era una persona muy terca, muy dogmática, e insistió con vehemencia en que la única forma de reducir la fiebre infantil era asegurarse de que los médicos se lavaran las manos después de las autopsias. Algo en lo no todos sus colegas estaban de acuerdo.

Florence Nightingale

En cualquier caso, Semmelweis no estuvo solo en la batalla. A mediados del siglo XIX hubo otro sanitarios que se dieron cuenta de que la higiene de los profesionales podría tener algún efecto en sus pacientes. En 1843, el médico estadounidense Oliver Wendell Holmes publicó un artículo argumentando que los doctores podían transmitir la «fiebre infantil» a sus enfermos si los trataban con las manos sucias. Y la enfermera británica Florence Nightingale , considerada la fundadora de la enfermería moderna, escribió en su libro «Notas sobre enfermería: qué es y qué no es» (1859) que «toda enfermera debe tener cuidado de lavarse las manos con frecuencia durante el día».

Florence Nightingale ABC

A pesar del esfuerzo casi solitario de estos sanitarios, la importancia de lavarse las manos no fue del todo comprendida por los médicos y enfermeras hasta que Louis Pasteur dio a conocer su «Teoría germinal de las enfermedades infecciosas». Es decir, la que reveló que ciertas enfermedades e infecciones son causadas por microorganismos tan pequeños que ni siquiera puden verse a simple vista. Él mismo sugirió en 1871 a los médicos de los hospitales militares que hirvieran el instrumental quirúrgico y los vendajes antes de usarlos. En la mayoría, estas precauciones higiénicas seguían sin cumplirse.

Uno de los cirujanos que siguió sus recomendaciones fue el británico Joseph Lister , muerto en 1912, quien desarrolló las ideas de Pasteur y hoy es considerado el padre de la antisepsia moderna. Realizó cambios radicales en las operaciones, obligando a los médicos a lavarse las manos y utilizar guantes e instrumental quirúrgico esterilizado, así como a limpiar las heridas con disoluciones de ácido carbólico para matar a los microorganismos. Antes, pasar por el quirófano era casi una sentencia de gangrena y muerte.

Hoy en día, los profesionales sanitarios consideran que lavarse las manos es una práctica higiénica crítica, tanto para ellos como para sus pacientes. En los hospitales incluso se proporcionan pautas sobre cómo hacerlo adecuadamente. Hay incluso un Día Internacional del Lavado de Manos (15 de octubre) establecido por la ONU, quien advierte de que se pueden contagiar más de 200 enfermedades a través de las manos. Además de las infecciones respiratorias y la diarrea, otras de transmisión feco-oral, como el cólera, las hepatitis, la disentería o la giardiasis, e infecciones virales como las eruptivas, la conjuntivitis y las infecciones de boca y garganta, entre otras muchas.

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