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La Pequeña Lulú Bistro del MarLa Pequeña Lulú, vergel de dos mares

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Hay playas donde la arena se oculta bajo entoldados infranqueables de sombrillas. Otras lucen salvajes, casi vírgenes. Mientras que algunas zonas del litoral se sitúan a medio camino entre algo masificado y recóndito. Este es el caso de Los Caños y, en concreto, de la cala que algunos conocen como La Pequeña Lulú. Justo arriba, un restaurante toma el nombre de esta orilla y se nutre de la atmósfera de esta tranquila población para presentarnos su propuesta.

La pareja que está al frente del establecimiento se ha encargado de diseñar las cartas de algunos restaurantes de Sevilla, como La Gallina Bianca o Mamá Bistró. Pero ellos viven y trabajan en esta trinchera paradisíaca donde los inviernos deben alimentarse tan solo de silencio.

Por eso la terraza dista tanto de la de cualquier chiringuito que se asoma al mar. No hay camareros que corren ni gritos a la cocina. Los platos salen a su tiempo y la decoración se ha cuidado al detalle para que la carta, el servicio y la comida sean una misma cosa. Algo natural y mimado, de aspecto hipposo pero no forzado, sino real.

Nos sentamos en la mesa cuando el sol ya ha caído y el Parque Natural de la Breña se funde en la oscuridad del océano. Las vistas ya no se ven, sino que se intuyen en el murmullo de las olas que traen un frescor parecido a la menta. Sin duda, estamos condicionados por la belleza del lugar, y las sugerencias que leemos auguran una grata experiencia.

La cocina no es solo casera, sino algo mucho más difícil: personal. Tiene toques mediterráneos, italianos y japoneses, pero podría resumirse en la apuesta por un producto de gran calidad servido de una manera diferente. Así llegó una sabrosa ensaladilla vestida con un carpaccio de carabineros que maridamos con unas cervezas artesanas de la zona que se habían curtido en la barrica. Las referencias de vinos, por su parte, nos resultaron escasas.

Analizado con la perspectiva de los días, después de alguna charla con el agua por los tobillos y varios kilómetros de costa por recorrer, casi todos coincidimos en que ese primer plato fue el mejor. Su patata cocida, la intensidad del marisco, el aire a wasabi. Estamos ante un imprescindible. Sin embargo, ninguno de los que le sucedieron nos disgustaron: sashimi de corvina, nigiris de pato, makis de atún con queso payoyo y una lasaña de verduras que nos sorprendió por su crujiente pasta filo. En definitiva, una interesante fusión de técnicas, ingredientes y sabores que cobran sentido cuando se toman con la mirada clavada en el mar. Los arroces, por cierto, se preparan bajo reserva. No duden en llamar.

La noche avanzaba tras los cristales de los cocktails, el brillo tenue de las copas y un deseo intenso de finalizar la cena con un postre a la altura de todo lo anterior. Desde la cocina, por suerte, nos concedieron el capricho con un tarro de chocolate del tamaño perfecto para no forzar al estómago en uno de esos días de verano que parece no tener fin. Como las buenas intenciones de esta terraza de la que muchos empiezan a hablar entre Conil y Barbate. Disparate gaditano donde habitan los mares del buen gusto: el de Japón y el estrecho.

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