Antonio Najarro: «No he podido enamorarme fuera de la danza. Es complicado ser la pareja de un bailarín»

El coreógrafo vive por y para su pasión, la danza española, que le ha convertido en una estrella internacional. Charlamos con él sobre sus recuerdos, el amor, su casa y su serie ‘Un país en danza’, con la que desea «crear afición»

El bailarín Antonio Najarro ABC

Antonio Albert

Antonio Najarro ha sido siempre un hombre precoz: empezó a bailar a los 6 años, salió del armario a los 15 y salió a comerse el mundo a los 17, creó su empresa y su compañía a los 23, se convirtió en el director del Ballet Nacional de España a los 35 y ahora, con 45, se estrena como productor y presentador de ‘Un país en danza’, un documental con el que su gran pasión vuelve cada lunes a la pequeña pantalla tras 19 años de invisibilidad en la televisión pública. La serie, de impecable factura, responde a su deseo de crear afición apostando por abrir la danza al cine, a la gimnasia, a la natación sincronizada... Para ello, ha contado con la ayuda de figuras como Nacho Duato, Sara Baras, Carlos Saura o Javier Fernández. Antonio es un hombre metódico guiado por una cabeza amueblada con una elegancia excepcional y un corazón empeñado en bombear belleza: «Pero lograrlo exige mucho sacrificio, mucho esfuerzo y dedicación. Se necesitan años de técnica para superar la técnica y transmitir la sensación de libertad». Prueba de ello son sus famosos tutoriales para usar las castañuelas, todo un éxito durante la pandemia: «No viajo sin mis castañuelas. Como otros elementos tradicionales, se pueden actualizar. La gente las asocia a viejo folclor, pero si se mezclan con jazz o con un vestuario rompedor, por ejemplo, se hacen vanguardistas y transgresoras».

El bailarín insiste en su amor por comunicarse con el cuerpo , pero con la palabra sabe seducir a su interlocutor, despertando la curiosidad por acercarse a su arte: «A mis 20, que es una edad óptima para la danza, mi expresión a través del cuerpo era del 80%. Ahora, con la madurez, he aprendido a sentirme cómodo con la palabra, aunque mi alma está en el movimiento». Esa madurez responde a largos años de soledad en las giras y vida compartida con compañeros veteranos: «Es todo cuestión de decisiones. Muchas de ellas, artísticas. Yo acepté viajar para subirme a los escenarios. Eso suponía, por un lado, dejar la familia, las raíces; por otro, adaptarme a nuevas culturas y costumbres, además de disfrutar de la emoción de verme actuando frente a miles de espectadores. Te haces viejo pronto, asumes tus responsabilidades de manera temprana. Y viajaba con gente mayor, a la que escuchaba, de la que aprendía». No hay nostalgia en Antonio, sólo es la constatación de una realidad que marcó su personalidad: «Yo era excesivamente responsable. Me ponía metas a corto plazo, era muy ambicioso. No he disfrutado de mis logros porque cuando alcanzaba uno, ya estaba pensando en el siguiente. Ahora respiro, me relajo y veo el programa que me ha costado cuatro años hacer. ‘Saboréalo, disfrútalo’ me digo sentado en el sofá».

Su casa es su refugio. Se encuentra en Lavapiés , en el corazón de la capital, y ha sido diseñada siguiendo los bocetos de su espectáculo ‘Alento’. De su vestuario ha sacado los colores de las paredes y cerámica; de su coreografía, su forma redonda, en espiral, en contraste con la carpintería, con picos que rompen la cadencia del ritmo interno de su hogar. El ático, en un plano cenital, es como una caracola. Comparte su vida con el bailarín Rubén Carreño. Su primer novio, 9 años mayor que él, también era bailarín: «No he podido enamorarme fuera de la danza. Por mi trabajo, estoy rodeado siempre de la misma gente, atrapado todo el día en una burbuja en la que se comparte tiempo, entrega, pasión. Es complicado ser la pareja de un bailarín». Como creador, no sabe si le saca más partido al amor que al desamor: «Ambos momentos te inspiran porque son procesos intensos, capaces de removerte». Para la desconexión, sin embargo, lo tiene más claro: «Nada como sentarme en el sofá sin ver ni escuchar nada. Esa sensación de vacío me da paz. Y si quiero algo de emoción, me pongo una película de terror».

Antonio Najarro ha sido una fuerza renovadora en la moda. Su desfile para Juan Duyos en la Fashion Week de 2014 revolucionó las pasarelas: «Fue una bomba de emociones. Ver a esas 25 bailarinas del Ballet Nacional convertidas en musas, mezclando el flamenco contemporáneo con Björk, casi levitando frente a un público en pie... Fue maravilloso. Pero esa experiencia solo es posible con un entendimiento absoluto entre el modisto y el coreógrafo, porque ambos debemos adaptarnos a las necesidades de la ropa y de cómo se genera su movimiento al desfilar». En el deporte tampoco se queda atrás: su dirección artística le llevó a ganar su primera Medalla de Oro en Salt Lake, en los Juegos Olímpicos de 2002: «Es que se llama patinaje artístico por algo. Cada actuación debe ser una pequeña obra de arte. Yo quería darle esa visión creadora en la que brillara la faceta de bailarines sobre la de patinadores». Luego vino su colaboración con Javier Fernández, que se ha saldado también con varias medallas de oro, el Campeonato del Mundo, y un espectáculo que en 2019 arrasó en Japón: ‘Flamenco on Ice’. También ha probado fortuna, con éxito, en natación sincronizada: «Siento un máximo respeto por las nadadoras. Me encantó usar el agua como elemento en el que trabajar con Ona Carbonell y Paula Ramírez. Cambia la densidad, cambia la fuerza, todo». En este camino hacia la exploración del arte en el deporte, Antonio Najarro ya tiene otra meta: «Me encantaría dedicarme ahora a la gimnasia rítmica. Tiene un potencial maravilloso».

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