Familia

Natalidad: emergencia nacional

Alejandro Macarrón, director de la Fundación Renacimiento Demográfico, explica en este artículo la urgencia de medidas que fomenten el nacimiento de hijos

«Si yo fuera presidente y en mi país nacieran 1,3 hijos de media estaría realmente preocupado»

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Los últimos datos demográficos publicados por el INE son escalofriantes. Los nacimientos están en caída libre , tras reducirse un 5,8% en el primer semestre de 2018, y un 25% entre 2008 y 2017. Es muy posible que nazcan menos niños ahora incluso que en tiempos del Censo de Floridablanca (1785-1787), en una España que, según ese censo, contaba con diez millones y pico de habitantes.

Desde hace años, las muertes superan a los nacimientos, y cada vez por más margen. Y con nuestra bajísima fecundidad actual, si no tuviéramos inmigración ni emigración exterior neta, de manera aproximada, en medio siglo, España habría perdido trece millones de habitantes. Ese mermado pueblo español finisecular estaría, además, sumamente envejecido, rebosante de octogenarios, nonagenarios y centenarios, y muy escaso de jóvenes.

Nos estamos suicidando como pueblo

En siglos subsiguientes, en números redondos, perderíamos cada cien años tres cuartas partes de la población remanente, hasta llegar a extinguirnos. Lo peor de estas proyecciones es que no son una mera conjetura. Son más o menos lo que ocurriría si los españoles seguimos teniendo tan pocos niños. Tras varias décadas con 35% a 40% menos hijos por mujer de los necesarios para que haya, no ya crecimiento de población, sino simplemente relevo generacional, los españoles nos estamos suicidando como pueblo, a ritmo lento pero de forma inexorable.

Muchos creen que el suicidio demográfico español —y europeo/occidental, que esto no es solo cosa nuestra— y sus consecuencias pueden soslayarse simplemente con la llegada continua de inmigración extranjera. Es muy dudoso. La experiencia nacional e internacional, y los análisis serios del asunto —ni xenófobos ni buenistas, sino equilibrados y objetivos—, indican que la inmigración bien gestionada puede ser una valiosa parte de la solución al problema que genera una natalidad insuficiente, pero muy difícilmente toda la solución.

A este respecto, en sus últimas proyecciones, el INE cree que, en el próximo medio siglo, a España vendrán a vivir del extranjero ocho millones de personas más de las que emigrarán de aquí. Pero los pronósticos sobre flujos migratorios son mucho menos fiables que los referidos a los españoles nativos. Esa multimillonaria inmigración prevista por el INE y otras fuentes podría venir realmente en el futuro, o no. Por otra parte, la inmigración que realmente venga podría integrarse bien, regular o mal.

En los dos últimos escenarios, España sufriría fracturas sociales y onerosos sobrecostes para su Estado de bienestar, ya en apuros por el envejecimiento de la población nativa, que oscilarían entre lo preocupante y lo muy grave y gravoso . Por ello, fiar la continuidad y viabilidad futura de nuestra sociedad exclusivamente a la llegada de trabajadores extranjeros, en lugar de centrar nuestros esfuerzos en asegurarla con una fecundidad autóctona suficiente, como la que hubo en España desde siempre hasta hace un poco menos de 40 años, y solo de manera secundaria con más inmigración, es muy arriesgado como estrategia demográfica nacional.

¿Y si no llegaran suficientes extranjeros bien cualificados para el tipo de mano de obra que necesitemos, o bien vinieran y se quedaran demasiados para lo que pueda absorber el mercado laboral (esto último ocurre en España desde 2008, como certifica la EPA, vistas las abultadas tasas de paro de los españoles, y mucho más las de los inmigrantes, en la última década)? ¿Y si gran parte de los que vengan se integrasen de forma deficiente por razones de índole sociocultural?

En todo caso, lo seguro es que, sin una mayor natalidad y/o más inmigración, la sociedad española menguaría y envejecería continuamente. Este declive humano entrañaría consecuencias empobrecedoras en el plano económico y empresarial, por las conocidas dificultades en materia de pensiones, la disminución del consumo y otros problemas económicos de gran calado, asimismo derivados del deterioro de nuestro capital humano en número de personas y por el mayor envejecimiento de éstas; en el plano familiar-afectivo, con cada vez más gente sin apenas hijos, hermanos, nietos, primos, tíos, sobrinos, etc., y mucha más soledad en la madurez y la vejez; en el plano político, con una democracia degenerada en gerontocracia, pero no en el sentido clásico de gobierno de los ancianos sabios, sino de predominio aplastante del voto jubilado; y también en el plano geopolítico, al tender España y Europa a la irrelevancia en el mundo, por su menguado y menguante peso demográfico internacional. Como guinda de tan poco apetecible pastel, la gente muy mayor correría un riesgo creciente de muerte por «eutanasia» no voluntaria, por lo oneroso de cubrir las necesidades de una masa creciente de ancianos con una población activa decreciente y asimismo envejecida. Y de seguir indefinidamente con una fecundidad tan baja, el pueblo español acabaría despareciendo.

La irresponsabilidad de nuestros políticos

Con escasas excepciones, la irresponsabilidad de nuestros políticos desde hace unos 35 años, en relación al hundimiento de la natalidad patria, ha sido de llorar, entre quienes han impulsado leyes y valores culturales anti-natalidad y anti-familia, y quienes han mirado hacia otro lado ante el deterioro de nuestra salud demográfica. La dejadez ante el tema de la llamada «sociedad civil», el mundo intelectual y los medios de comunicación, mayormente, también. Asimismo, la preocupación por la ínfima natalidad española ha brillado por su ausencia hasta ahora en los programas de responsabilidad social empresarial. Y todo ello pese a que ningún problema social de España amenaza con tanta certeza con socavar sus cimientos humanos, y eventualmente destruirlos.

«¿Qué futuro tiene un país de viejos?», escuché una vez decir al egregio y sabio economista Juan Velarde. Obviamente, poco o ninguno. Y, sin embargo, hasta hace muy pocos años, en España apenas se hablaba de esta cuestión , ni en la política —ya fuera la de partido, o la de Estado—, ni en ambientes intelectuales —en los que más de uno celebraba que los españoles tendiésemos a menguar, por el espectro de la superpoblación planetaria y la depauperación que conllevaría, un peligro conjurado al reducirse drásticamente la fecundidad mundial, y crecer mucho más en las últimas décadas el PIB en los países emergentes que su población—, ni en los medios de comunicación. Afortunadamente, parece que el tema empieza a estar más presente en la agenda pública, y más en estas acogedoras páginas, pero todavía mucho menos de lo que merece.

O entendemos que en cuestión de natalidad estamos ante una auténtica emergencia nacional, ante uno de nuestros primerísimos problemas sociales, con el que está en juego nuestro ser o no ser, y actuamos en consecuencia para hacerla frente, desde la política y la sociedad en general —ojo, esto no es solo «cosa de políticos»—, o España profundizará en su suicidio demográfico.

Actuar en consecuencia significaría hacer del aumento de la natalidad una primera prioridad nacional (y regional, y local), afrontando el asunto desde lo que resulte de estudiar con rigor y objetividad por qué tenemos tan pocos niños, y qué nos motivaría a tener más, y no desde apriorismos ideológicos, intereses estrictamente partidistas o lugares comunes falaces. En ello está en juego nuestro bienestar social en las próximas décadas. Y a la larga, nuestra continuidad como sociedad. Nada menos.

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