La recolecta de Afganistán: como si la peor Alemania volviera

Lola Sampedro

Lola Sampedro

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Mi padre no me lee. Tampoco pone la tele cuando salgo. Le da una importancia igual a cero a la profesión que tengo, aunque sea pública. Eso me encanta, es una cura de humildad constante, diaria. A veces pienso que si me dedicara a otra cosa, si supiera de verdad hacer algo práctico, real, como colgar una lámpara, él presumiría de hija. Bah, mentira, seguro que tampoco. Le da igual porque lo único que él quiere y que siempre ha querido es que seamos felices. Al menos de vez en cuando.

Yo intento ser feliz, aunque últimamente me duele más de lo normal.

Él solo lee lo poco que le mando, siempre columnas personales. Sobre todo, las pocas en las que hablo de él. Y me dice, eso está bien, hija mía, sobre eso tienes que escribir siempre. Y lo intento, pero la vida no me da tanto de sí. Ojalá.

Mi vida no me basta y por eso opino siempre de asuntos que me quedan lejos. Algunos me dan bastante igual, pero otros me destrozan. Ya lo conté, Afganistán me rompe. Me rompe porque tengo memoria, que vuelva a ocurrir ese infierno que ya sabíamos no debería dar igual a nadie.

Ayer por la tarde estaba en Cuatro al Día y hablábamos todos como si en realidad entendiéramos o supiéramos algo de toda esa barbarie. Frente a mí tuve por primera vez a Isaac Blasco. Cuando me pasaron la escaleta del programa y lo vi ahí, pensé: ¡Mierda! Tener a un jefe del diario en el que escribes justo en la mesa de enfrente, con el que tienes que debatir (pelear), me pareció a bote pronto una súper mala idea. No lo conocía, claro. Y yo, ay, ay… Luego resultó ser un dulce de leche, casi tanto como Carlos Cuesta (el más simpático, siempre contento). Y yo me encontré peleándome un poquito con el jefe que pone los puntos y las comas por aquí. Y qué gustazo. Qué gustazo descubrir que un jefe es más centrado y zen que tú. Y que no le hace falta gritar, al menos en la tele. (Esto, obviamente, es peloteo a saco).

Nadie entiende nada de Afganistán, eso es imposible de entender, que la historia se repita, que Occidente haya dejado que se repita, es excepcional y terrible. Está pasando. La cobardía tiene esas cosas.

Afganistán importa, siempre ha sido importante. Su situación geopolítica lo es. Lo duro (y vergonzoso) de reconocer es que esa importancia nos viene porque lo que se cuaja allí va a repercutir de forma directa en nosotros. Mis lágrimas son por las mujeres y las niñas y las adolescentes que se quedan allí, en ese terror. Pero también sé que aquel santuario del terrorismo islámico que fue antes de 2001 lo volverá a ser. Y esta vez, ya lo han aprendido, la diana no es EE. UU. Es Europa.

Hablamos, informan, sobre el atentado más que previsible que habrá en el aeropuerto de Kabul. Los servicios de inteligencia lo dan por sentado. Eso son muchas muertes, pero allí, en Kabul. La pregunta es qué pasaría si supiéramos tan claro que eso ocurrirá aquí mañana, o pasado. Saben que va a a pasar (allí), pero da igual, porque están lejos. Ya vendrán.

De alguna forma esa regla loca del periodismo se cumple una vez más: tiene más importancia lo que ocurre en tu pueblo, en tu ciudad, que lo pasa en el otro lado del mundo. El periodismo de cercanía se nutre de eso.

Todos los que trabajamos en medios de comunicación sabemos que la crisis de Afganistán durará un mes, quizá dos. Y luego nos olvidaremos. Como olvidamos la historia. Solo que en este caso ya sabemos que nos puede salpicar en forma de terrorismo y muertes en este Occidente que tanto adoramos y que tan ciegos nos vuelve.

Vamos a pensar, solo por un instante, en un momento de nuestra historia europea que tanto nos avergüenza siempre. Empieza por Ale, sigue por ma, y termina por nia. Hannah Arendt dijo que no hay ningún mal comparable a aquello. Y yo me pregunto, ¿por qué no? Quizá no es comparable porque el pueblo afgano en su mayoría es pobre, pero el mal, el mal más profundo ya echó sus raíces ahí. Ahora llega la recolecta.

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