El embalse de Santillana visto desde las alturas de La Pedriza y, al fondo, el sky line de la gran urbe
El embalse de Santillana visto desde las alturas de La Pedriza y, al fondo, el sky line de la gran urbe - abc
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Viaje de leyenda a la cueva de la Mora: cuando lo autóctono se vuelve exótico

Adéntrate en una ruta fascinante a solo 53 kilómetros de Madrid. Recorre los senderos donde se forjó una historia de amor frustrado entre la hija de un rico árabe y un cristiano

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La Pedriza es esa jungla de granito que observa compadecida la vida ajetreada de Madrid. Allí, a más de 1.500 de altura impera la ley de la quietud. No por ello, lo que acontece en esta cordillera es menos trepidante. De hecho, la garganta por la que discurre el río Manzanares desde su cuna hasta el embalse de Santillana ha sido refugio de bandoleros. En sus laderas envueltas en misterio resuenan ecos de leyenda. Este canchal berroqueño formado hace 300 millones, el mayor de este tipo en Europa, invita al viajero a embarcarse en un historia de amores frustrados entre la hija de un rico árabe y un caballero cristiano. Hablamos de la cueva de la Mora, a 53 kilómetros de la capital.

Un viaje donde lo autóctono se vuelve exótico.

No es casual que este relato tuviera lugar en el risco más famoso de la Sierra de Guadarrama, ya que precisamente el nombre de la cordillera madrileña proviene de la voz árabe «Oued-er-Rmel», que significa río de las arenas. Así se llamó primero el río Manzanares y después toda la serranía.

El cuento de la cueva de la Mora corresponde al arquetipo de los pasiones imposibles: ella, Naima, la hija de un «nabab» (gobernante) árabe; él, un cristiano castellano. La riqueza del musulmán era tan grande como la belleza de la joven. Razón por la que no se conformaba con cualquier hombre con el que su padre quería desposarla. Pero un encuentro casual a orillas del Manzanares cambió de forma radical el rumbo de su vida.

Cuando el cristiano daba de beber a su caballo se cruzó con Naima, que paseaba distraída por la ribera. Su encuentro desató una atracción imparable. Fue tan intenso el enamoramiento que el muchacho decidió acudir a la casa de su padre para pedir la mano de la joven. Como era de esperar, el patriarca árabe rechazó su pretensión, le expulsó de casa y encerró bajo llave a su hija para que no huyera.

A la mañana siguiente, se la llevó al lugar que creyó más infranqueable de todos que, entonces como ahora, es La Pedriza. Enclaustrada en la lúgubre e incómoda caverna, Naima penó mil y una noches hasta que su alma exhausta de esperar un destino mejor se entregó a Alá. Desde entonces, según cuenta la leyenda, todos los años, en la fecha en la que su hombre huyó a tierras lejanas ante la amenaza de su padre, Naima aparece en algún otero. Dicen los lugareños que su mirada ausente y su rostro desolado parecen seguir buscando a su amor perdido en el horizonte.

La soledad de la caverna

La perforación rocosa de 23 metros de largo, ocho de ancho y seis de altura, donde la belleza árabe murió, abre su boca en un paraje de peliagudo acceso. No obstante, existe una ruta alternativa. El excursionista deberá ascender hasta la base del peñón que lleva el nombre de la cueva de la Mora para, una vez en esas soledades, se imagine las de su inquilina. [Imprime y lleva contigo este mapa]

Desde los chiringuitos de Canto Cochino, el caminante bajará al aparcamiento situado junto al Manzanares para, después de cruzar el río por un puente de madera, sortear por la derecha unas casas forestales y, poco después, salvará el arroyo de la Majadilla. Una vez que retome el río por el margen izquierdo (queda a mano derecha si se sube), se topará a los 15 minutos con el Rocódromo, crestón junto al que habrá de ascender zigzagueando hasta alcanzar un rellano en su extremo superior. Y allí tomará un nuevo sendero, pero ahora con rumbo sur, por el que trepará serpenteando, entre jaras, gayuba y encinas, hasta la cueva de la Mora.

Tras otear La Pedriza, presidida por sus torres de dos mil metros, el excursionista rodeará por su base los muros pétreos de la cueva. Entre ésta y Peña Sirio, que es la que cae a mano derecha, se abre un portillo por el que podrá colarse en el hueco de las Hoces y, ya sin pérdida posible, regresar a Canto Cochino.

El castillo de los Mendoza, en Manzanares el Real
El castillo de los Mendoza, en Manzanares el Real

No se puede terminar una jornada tan mágica como esta sin visitar la atalaya de Manzanares el Real, el emblema de la localidad. Como todas las tierras que bordean el curso alto del río son ricas en pastos y bosques, durante siglos han sido objeto de frecuentes disputas entre los diferentes poderes surgidos tras la Reconquista.

Y de aquellas riñas surgió en 1475 esta joya arquitectónica. La construcción se asienta sobre una ermita románico-mudéjar. Hoy es uno de los castillos mejor conservados de la Comunidad de Madrid. Fue levantado al borde del río Manzanares, como palacio residencial de la Casa de Mendoza, en las inmediaciones de una fortaleza primitiva, abandonada una vez construido el nuevo edificio. El complejo alberga actualmente un museo de los castillos españoles y es sede de una colección de tapices. Fue declarado Monumento Histórico-Artístico en el año 1931.

Quienes dejen que sus entrañas se empapen por las emociones que conlleva esta experiencia, encararán el lunes de forma más sosegada. La montaña, sin pedir nada a cambio, siempre regala paz a sus huéspedes.

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