Pablo Nuevo - Tribuna abierta

Observaciones sobre la corrupción

Otra cosa es que para poder afrontar de verdad el reto de regenerar nuestra vida pública deban formularse algunas observaciones que suenan incómodas en el presente contexto cultural

Pablo Nuevo
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La semana pasada tuvimos noticia del enésimo caso de corrupción política, que revela cómo el poder político ha sido secuestrado por personas que se han servido de la confianza de los ciudadanos para enriquecerse, despreciando toda norma jurídica o moral. Como es habitual señalar, la corrupción es un cáncer que corroe los cimientos de nuestra sociedad, siendo especialmente grave porque detrae recursos públicos necesarios para garantizar bienes básicos a los ciudadanos (sanidad o educación, por ejemplo), pero también porque mina la confianza en las instituciones y da alas al populismo. En este sentido, y a modo de ejempo, el auge de Podemos no se explica sin los continuos escándalos conocidos por la sociedad en el contexto de la mayor crisis económica y social en décadas.

Es lugar común señalar que la corrupción debe combatirse, debiendo aprobarse para ello normas que hagan más difícil el aprovechamiento privado de recursos públicos, endureciendo las penas para los delitos asociados a la corrupción, y buscando los instrumentos legales para forzar a los corruptos a devolver lo robado como requisito inexcusable para acceder a cualquier tipo de beneficio penitenciario. No obstante, siendo todo esto necesario -y en este sentido algo se ha avanzado en la pasada legislatura- en mi opinión es insuficiente para abordar el problema en toda su integridad. Otra cosa es que para poder afrontar de verdad el reto de regenerar nuestra vida pública deban formularse algunas observaciones que suenan incómodas en el presente contexto cultural.

De entrada, debe ponerse de manifiesto que la corrupción es mayor y más fácil cuanto más influencia tiene el favor político en el éxito o fracaso de las empresas. Porque hay corrupción política porque hay corruptores, los cuales captan que su negocio depende de decisiones político-administrativas: una regulación favorable, la fijación de una tarifa por encima del precio de mercado, una oportuna recalificación... De modo que una reducción sustancial del intervencionismo público en la economía tendría efectos beneficiosos en este ámbito, aparte de la mayor eficacia del sector privado en la asignación de recursos escasos. En definitiva, otro argumento en favor de la subsidiariedad.

Lógicamente, siendo el nuestro un Estado social que asume la misión de garantizar a todos los bienes básicos para alcanzar un desarrollo humano integral, es imposible desterrar por completo lo público de la vida económica. Esto nos lleva a otro factor que ha contribuido a la extensión de la corrupción: la desaparición de la virtud en el discurso público.

Llevamos décadas ecuchando un discurso según el cual de los vicios privados pueden surgir virtudes públicas: si cada uno persigue exclusivamente su interés se seguirá de ello, como por arte de magia, el interés público. Pretendemos una sociedad justa en la que nadie tenga que ser justo. Si a esto añadimos que conforme al dogma progresista no puede afirmarse el mayor valor moral de comportamiento alguno (pues todos los estilos de vida deben ser tratados igual por el poder público, y esto con independencia de cómo afecten a la generación o deterioro del capital social), se dificulta que subsistan ámbitos sociales en los que pude ser transmitida la virtud y educadas en la vida moral las nuevas generaciones.

Nuestro orden jurídico sigue viviendo de los romanos. Ellos nos enseñaron que el Derecho y la Justicia consisten en no dañar al otro y dar a cada uno lo suyo. Pero para que esto sea posible es necesario algo previo: vivir honestamente.

Pablo Nuevo es abogado y profesor de Derecho Constitucional.

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