Fernando Conde - Al pairo

Jamás

«Miguel Ángel Blanco entró en la historia de España para convertirse, sin pretenderlo, en la argamasa que acabaría uniendo a todo un país por encima de cualquier diferencia»

Fernando Conde
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Tal vez haya algún concejal de nuevo cuño que crea que hablar de ETA hoy resulta algo añejo, demodé o extemporáneo, pero hasta donde sabemos, la banda terrorista que mató a casi un millar de personas desde los años sesenta del pasado milenio hasta bien entrado éste no ha firmado aún su carta de disolución, y mucho menos ha pedido perdón por todo el dolor causado a tantas familias -y no sólo de asesinados- en España. Es cierto que el tiempo lo cura todo o, como poco, mitiga mucho los dolores, pero no por eso hemos de olvidar que en España durante décadas hubo quien vivió día tras día pendiente de su espalda, de los bajos de su coche, de las cartas que el cartero dejaba en el buzón, del trayecto que recorría para llevar a sus hijos al colegio o de la ideología en la que creía y a la que votaba.

Sin embargo, el 13 de julio de 1997 fue un día como otro cualquiera en el que sucedió algo muy distinto a lo que podía suceder un día cualquiera. Quienes guardamos memoria fresca de ello -y lo digo por salvar mínimamente la inmoralidad de quienes pretenden ignorar tanto la fecha como el suceso- no podremos olvidarlo nunca. Ese día un chaval en lo mejor de la vida y con la valentía suficiente para defender unas ideas democráticas en una sociedad cerrada, tribal, autoritaria y absolutamente aterrorizada como la del Pais Vasco de aquel momento, recibía dos balas a espetaperros remitidas con criminal urgencia por unos cobardes que ni siquiera tuvieron la hombría de dispararle por la cara. La muerte de Miguel Ángel Blanco no fue -por desgracia y por suerte- una muerte más. Su asesinato fue un icono, un basta ya, un hasta aquí hemos llegado, un sois unos hijos de puta que no lucháis por ningún noble ideal, sino sólo por imponer vuestra religión de muerte, de bombas y de pistolas.

Ese día Miguel Ángel Blanco entró en la historia de España para convertirse, sin pretenderlo, en la argamasa que acabaría uniendo a todo un país por encima de cualquier diferencia. Su asesinato sacó a la calle a ocho millones de españoles, en representación de casi cuarenta. Ocho millones de personas que ofrecían su nuca a aquellos perros de la muerte en un gesto inequívoco de unidad, de dignidad y de hartazgo. Por eso quizá resulte triste e indignante que sólo veinte años después de aquellos sucesos, algunos innombrables pretendan jugar a la equidistancia entre víctimas y verdugos. Pues bien, desde esta tribuna, alto y claro, yo les digo que NO. Yo, como muchos millones de españoles, sigo siendo Miguel Ángel Blanco. Así que no en mi nombre; que no pretendan, en su apostolado mesiánico, confundirnos con los asesinos. Eso JAMÁS.

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