Cristian Lázaro - OPINIÓN

Deicidio Inherente

«¿Por qué dos novios se hablan en el mismo banco con WhatsApp y no usan sus labios?»

Cristian Lázaro
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He estado pensando en el siguiente fragmento de «La voluntad de creer» de William James: «El aspecto más perfecto y eterno del universo está representado en nuestras religiones como revestido de forma personal. Si fuéramos religiosos, entonces el universo no sería para nosotros un simple ‘esto’ sino un ‘tú’, y si la relación entre personas es posible, también lo sería aquí».

Según el filósofo, apoyados todos en la fe, nos trataríamos con más comunión y hermandad (una hermandad cósmica) y funcionaríamos como una máquina perfecta. Si cabe la moción en el universo (el ánima) y todo este escenario no es una lata vacía ni nosotros unas gotas a extinguir, engrasemos los goznes para un gran porvenir.

El sistema de fe que primaba en la Edad Media (a menudo, impostada, para preservar la integridad) no ha lugar en una era tan «echada para adelante» como esta en la que vivimos.

Eso sí, una fe equitativa y transversal para todos los individuos del mundo supondría una brida resuelta en parón a nuestros acelerados pies para meditar: «¿Qué metas obtendré si no cuido mi camino?».

La propia esencia humana revela incoherente (al menos, utópico) plantearse un sentir común para todos. El hombre es el animal rebelde por excelencia. Con el agravante de que el individualismo insta a que cada uno mire por su provecho. Sin embargo, en una sociedad abierta, donde ya no caben los estamentos (esas barreras se quebraron, se supone), el enriquecimiento espiritual podría tornarse comunitario con el saludable propósito de mejorarnos a nosotros mismos, como seres terrenales, codo con codo.

Aunque esto sigue pareciendo inviable, no solo por la nauseabunda ansia de placer efímero compatibilizado con el confortable e intransferible «way of life» que todos pretendemos, sino porque la visión encantada ha vuelto. ¿Por qué dos novios se hablan en el mismo banco con WhatsApp y no usan sus labios? La tecnología ha venido a reemplazar cualquier orden cósmico para establecer «su» orden (que, de suyo, todo lo mancilla) de claves, contraseñas, cables, buscadores, piratas o frágiles y engañosas nubes. Nubes, pues el nefólogo tecnófago se sentirá en el cielo tecleando y gastando sus ojos en las pantallas que todo se lo dirán.

Manzanas, como el icono de Apple; las frutas prohibidas que mordieron los abandonados existenciales que se cobijaron en Jobs para olvidarse de Job. Pregúntenle a un alumno de universidad actual quién era Job. O quién era el hijo pródigo. O no saben (porque no les interesa) o fingen no saber. En cambio, pregúntenle la vida de Steve Jobs: nueve de cada diez la conocerán enterita o ahondarán en sus conocimientos «wikipédicos» para tal fin.

Si el «Homo Habilis» portaba un útil de sílex y el «Erectus», una antorcha, el «Homo Telematicus» (evolución del «Sapiens») no despega la cara de su «android»ni al andar. A los nativos digitales, como se les llama, parece que, durante el embarazo, les inocularan un troyano que preconfigurase sus mentes: un desdén a lo divino y una fijación nociva por los aparatos son los códigos fuente por excelencia. Mucha gente no se conecta a Facebook intentando, con suerte, descubrir a alguien nuevo (amigo/a, novio/a, amigovio/a o lo que sea). Sencillamente, apetece pasar un rato conectado a Facebook, cuyos comentarios se toman hoy día (era de etiquetar, no de conocer) como palabra de Dios.

El vacío que se había llenado en los templos (vía espiritual) o en las bibliotecas (vía intelectual) se sustituye por los foros, el consumismo web y los canales de YouTube. El «Homo Telematicus» ha vendido su alma a una tarifa plana de Movistar y, con eso, se siente feliz. Tantas pantallas y tan pocos espejos que nos definan… El narcótico funciona a escala mundial. Y sus responsables no lo han diseñado para ayudar a la sociedad a comunicarse, sino para su propio provecho. El individualismo, pues, lapida la comunión y el orden cósmico, con la retribución de un espejismo de tal calibre que el homotético medio se ha erigido en fin.

No obstante, en esta y en todas las épocas habidas y por haber, el ser humano es un deicida inherente. Numerosos hombres han promulgado e intentado el cisma de lo inmanente con lo trascendente. ¿Han tenido éxito? Bastante, pero no todo el éxito. Muchos son deicidas y muchos son devotos. Dios, en sus más diversas manifestaciones, ha perdurado desde que el hombre es hombre. El orden (ya godista) de la tecnología, cortapisas del alma que finge facilitarnos la ruin existencia del disco duro, no ha logrado esclavizar a todos ni que todos abnieguen de su fe en lo divino. Quién sabe. ¿Y si dentro de poco leemos los Hechos de los accionistas de Microsoft o la Carta del apóstol Jobs a los surcoreanos? ¿Qué mucho? Sabemos que nunca fueron dioses.

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