Martín Sotelo - ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA: HACERSE EL VIVO

Una chica avispada

«Veo su delgadez, su piel atezada, sus enormes ojos verdes, gatunos, entre marrulleros y asustados»

Martín Sotelo
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No lo sabe, pero me marcó la vida. La puedo ver aún caminando cabizbaja, pensativa, en el trayecto del colegio público Miguel de Cervantes hasta su casa, con el gesto torcido, sin querer saber nada de nadie, como regañada con el mundo o con algún pensamiento funesto y latoso que se le cruzara por la mente con demasiada frecuencia. Otros días correteaba llamándome a voces para darme alcance, quejándose de que no la hubiera esperado, la mochila botando en su espalda y sus piernas de alambre rebrincando hasta llegar a mi lado, las rodillas hacia dentro hasta casi rozarse y las puntas de los pies mirándose entre sí. Siempre iba sola, no tenía amigas, se relacionaba más con chicos que con chicas.

Veo su delgadez, su piel atezada, sus enormes ojos verdes, gatunos, entre marrulleros y asustados, los mocos colgándole hasta los labios con pupas, se los relamía o sorbía todo el rato y los calcetines bailándole alrededor de los tobillos. Al bajar la cuesta de la urbanización El Cercado, nuestros caminos se separaban, ella debía torcer a la izquierda, hacia el cementerio, y yo a la derecha, hacia la iglesia, pero casi siempre me liaba con alguna trola para retenerme y nos demorábamos en ir juntos a ver lo que se le antojara antes de marchar cada uno a su casa a comer.

Espigada, guapa, con ese olor a fiebre que arrastraba a todas partes, era tan imprevisible en sus silencios como en sus arrebatos, como si en cualquier momento pudiera soltarte lo mismo un beso que una bofetada, un insulto que una súplica de amparo, un susurro que un alarido. Recuerdo sus malas pulgas, su voz ronca, malsana, sobre todo cuando insultaba a los niños, con los que se enzarzaba si era necesario en peleas de las que siempre salía victoriosa. Por sus problemas de salud, podía desaparecer durante semanas, su silla vacía en el aula y los pasillos entre las filas de mesas que parecían más tranquilos sin su presencia de un lado para otro, siempre dando la murga o haciendo de rabiar a alguien. En aquellos días, la imaginaba en casa, cuidada por su familia, o bien en la cama de un hospital, mirando a través de la ventana entre un análisis y el siguiente y sonriéndose al planear todas las trastadas que haría cuando volviera. Porque, cuando volvía, regresaba con más ganas que nunca de putearnos a todos. Era ella la que proponía los juegos más arriesgados: la primera en cazar cualquier bicho o en tirarse por cualquier pendiente o en trepar a un árbol o en saltar una verja o en asomarse a la ventana rota de cualquier casa o fábrica abandonada, penetrando en una oscuridad de escombros que a los demás nos asustaba, pues la imaginábamos poblada de mendigos y drogadictos. No hay nadie, decía, y entonces entrábamos nosotros. A veces nos enseñaba las tetas y la rajita, pero nunca cuando se lo pedíamos sino cuando a ella le daba la gana, sin avisar, se subía la falda y hala, sin bragas, un segundo en que había que estar muy atento porque si no podías perdértelo.

Espigada, guapa, con ese olor a fiebre que arrastraba a todas partes, era tan imprevisible en sus silencios como en sus arrebatos

A mi madre le iba con el cuento de que qué hijo tan guapo tenía y que todas estaban loquitas por mí. Poco tiempo antes de fallecer, cuando la enfermedad le iba ganando la partida y ya no salía de casa, mi madre y yo la visitábamos a menudo para llevarle chucherías. Con tubos en la nariz, y un ojo tapado, ensanchaba la sonrisa al ver las golosinas y bromeábamos con que parecía una pirata. Luego, de camino a mi casa, yo le preguntaba a mi madre de qué hablaban cuando la llevaba a un lado para susurrarle algo, y mi madre me contestaba que de lo de siempre, que hay que ver, Mercedes, qué hijo tan guapo tienes. Desde entonces, desde que falleció con doce, trece años, sé que escribo para ella, porque está en cada cosa que escribo, porque enfrento cada página con la misma actitud con que enfrentaba ella la vida, es decir, la muerte, y porque es mi mayor fuente de inspiración. Y sé que encontrará la forma de leer estas líneas. Era una chica avispada.

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