Enrique Sánchez Lubián - Esbozos para una crónica negra de antaño (XXI)

Cadáveres sin nombre en las aguas del Tajo

Entre los vecinos de la zona, mientras tanto, cundía el miedo, sospechándose que todo pudiera deberse a ajustes de cuentas entre bandas de «apaches»

Vista área de la finca de Higares, en cuya cercanía aparecieron los cadáveres flotando sobre las aguas del Tajo (Foto, Archivo Municipal de Toledo)

Enrique Sánchez Lubián

En la tarde del 8 de enero de 1930, Doroteo Martín Ruano , guarda jurado de la dehesa de Higares, en Mocejón , acudió presuroso al cuartel de la Guardia Civil para denunciar que sobre las aguas del Tajo había visto flotando un cadáver. Cuando fue rescatado, pudo comprobarse que atado a su cintura, con alambre de espino, llevaba un tubo metálico de unas dos arrobas de peso. El cuerpo se correspondía con un varón de entre treinta y cinco a cuarenta años, vestido con traje azul de paño, jersey de colores y botas negras. En la cabeza tenía un pañuelo que le cubría los ojos y en la parte posterior del cráneo presentaba una herida que, en principio, parecía hecha con un hacha. Comenzaba así una intensa investigación judicial y policial para identificar a la víctima, aclarar la causa de su muerte, y, en caso de estar ante un asesinato, descubrir a los autores.

Titulares de «Heraldo de Madrid» dando cuenta de este misterioso suceso

La autopsia no aportó datos determinantes para esclarecer lo sucedido . Se dedujo que el cadáver llevaba varios días en el río, no habiendo salido a flote por quedar lastrado en algún banco de arena a causa del tubo atado a la cintura. Entre las ropas se encontró una cartera vacía, una petaca de cuero y un encendedor. Por su porte, tenía las manos bien cuidadas y estaba recién afeitado, se sospechaba que era persona distinguida y de cierto acomodo. Las evidencias apuntaban a que podría haber sido asesinado antes de ser arrojado al río, ya que en los pulmones y estómago no se encontró ninguna gota de agua. En la parte derecha del vientre, además, presentaba una fortísima contusión.

Sucursal del Banco Central en la calle del Comercio

En busca de algún indicio para identificar a la víctima, se investigó en pueblos cercanos, casas de huéspedes y hoteles e incluso entre los obreros que trabajaban en la línea ferroviaria entre Toledo y Bargas , por si alguno de ellos hubiera estado implicado en una riña o agresión.

Ante la falta de datos concretos, y mientras hasta aquí se desplazaron agentes de la Dirección General de Seguridad especializados en identificaciones, las especulaciones se desbordaron, intentándose relacionar al cadáver con personas desaparecidas en diferentes lugares de España.

La primera de ellas fue un tratante de ganado que a finales de diciembre había desaparecido cerca de Sigüenza tras regresar de tierras valencianas donde había vendido una partida de cerdos por más de 100.000 pesetas. Esta pista quedó desvanecida en horas, al comunicarse desde el juzgado seguntino que aunque la complexión del cadáver del Tajo podría guardar semejanzas, el pastor, cuando fue visto por última vez, vestía blusa negra, pantalón de pana y calzaba alpargatas.

Tienda de damasquinos de Juan Ballesteros en Zocodover

Descartado el tratante, un nuevo nombre fue puesto sobre la mesa: Blas Cano Nieto, natural de Manzanares, comerciante de frutas que solía frecuentar la capital y a quien desde finales de diciembre no se le había vuelto a ver por Toledo, ni por Cuenca, donde residía, ni en la localidad de Alcázar de San Juan, donde guardaba mercancías en una posada. Se sabía, eso sí, que durante su estancia en la ciudad había almorzado en un restaurante próximo a Zocodover con una mujer. También se constató que tenía contraídas cuantiosas deudas.

La mujer era Celestina de la Flor García , esposa de un marmolista de Ciudad Real, quien fue trasladada hasta Toledo para prestar declaración. Durante la misma descartó que las ropas mostradas fueran las del frutero, de quien dijo haber recibido un telegrama pocos días antes remitido desde Hellín. De inmediato se constató que Blas había estado en la población albaceteña, quedando ella en libertad.

Hotel de Granullaque en la plaza de Barrio Rey, lugares en donde fue visto el ingeniero portugués Álvaro da Silva Simoes antes de «desaparecer» de Toledo

De Alcázar de San Juan era también Antonio Pérez , comerciante de telas conocido como «El Pañero», de quien un sobrino dijo a la policía que pudiera ser el cadáver aparecido, pues desde hacía años no sabía nada de él. Para comprobarlo, y puesto que al desaparecido le faltaba parte del lóbulo de una oreja, se exhumó el cadáver. La prueba resultó fallida y al poco se supo que «El Pañero» hacía tiempo que vivía en un pueblo de Lugo.

A la espera de que los familiares de un desaparecido en Villaconejos llegasen a Toledo para ver si reconocían las ropas del cadáver, la policía orientó su búsqueda hacia los autores de un robo en la estafeta de Correos de Mora, quienes en su huida sustrajeron varios cerdos en las cercanías de Valdecaba, paraje próximo al lugar de los hechos. Días antes de aparecer el cuerpo en el Tajo, habían vuelto a robar otros cuarenta animales del mismo lugar, pero de regreso a Madrid fueron detenidos todos los miembros de la partida menos uno, apodado «El Relojero» del que sus compinches decían desconocer su paradero. Su localización se convirtió en prioridad para los investigadores.

Mientras tanto, las inspecciones por los alrededores del río, aguas arriba de donde fue hallado el cadáver, incluido el rastreo de su cauce por buzos nadadores armados con ganchos, trasmallos y esparaveles, no ofrecían nuevas pistas. Tan descorazonador como el resultado de estas pesquisas fue constatar que «El Relojero» se encontraba retenido en la prisión de Plasencia a la espera de juicio por robar unas caballerías.

Viñeta del diario toledano «El Castellano» alusiva a la falta de datos relevantes sobre la identidad de los cadáveres

Cuando más cundía el desánimo, el caso dio un giro espectacular. Veinte días después del primer hallazgo, un nuevo cadáver apareció flotando en las aguas del Tajo a su paso por la dehesa Velilla, a un kilómetro de Higares. A los investigadores les llamó la atención un pañuelo de hierbas anudado a su cuello, el cual desentonaba con la ropa que llevaba puesta: un traje elegante y moderno. El cadáver presentaba numerosos arañazos en la cara, traumatismos en varias partes del cuerpo, la lengua partida y la faltaban algunos dientes . Como en el caso anterior, no se encontró agua en los pulmones y estómago, por lo que muy posiblemente hubiera sido asesinado antes de ser arrojado al río. Aunque en su ropa no había ninguna documentación que acreditara su identidad, entre los enseres que portaba -un mechero, un cortaplumas, unos gemelos metálicos, un librillo de papel de fumar y un lapicero- había una tarjeta de visita con señas de la localidad francesa de Burdeos, leyéndose solamente «P... Dôme». Además, la camisa que llevaba conservaba la etiqueta de un comercio madrileño ¡Por fin los investigadores tenían hilos de donde tirar para intentar desentrañar tan misteriosa madeja!

En tanto se hacían averiguaciones sobre quién vivía en el domicilio de Burdeos, algunos vecinos de pueblos próximos a Toledo declararon a la policía las sospechas que días antes le había causado un automóvil de color guinda con el que se cruzaron en distintas carreteras y caminos, circulando a baja velocidad o con las luces apagadas. Incluso uno de ellos, dijo que sus ocupantes les amenazaron con pegarle un tiro. En la camisería de Madrid, mientras tanto, los agentes constataron que un súbdito portugués, cuya fisonomía podía corresponderse con la del cadáver había comprado allí varias prendas.

Mientras los agentes policiales seguían sus pesquisas para desentrañar el enigma, los periodistas también lo hacían. Así se supo que en los primeros días de enero, los ocupantes de un coche de color guinda anduvieron por Gálvez y Ventas con Peña Aguilera, entrevistándose sus ocupantes con algunos hacendados de la zona bajo pretexto que querer cerrar algún trato sobre compraventa de fincas, llegándose a especular que uno de ellos, quien posiblemente trabajase como «croupier» en un casino madrileño, pudiera ser alguna de las víctimas encontradas en el Tajo, señalándose como posibles autores de su muerte a los otros compañeros de viaje.

El propietario del vehículo y sus ocupantes no tardaron en ser detenidos y trasladados a Toledo para declarar. El cuatro de febrero a las puertas del juzgado de instrucción, que se encontraba en la calle de Santa Isabel, fueron muchos los curiosos que se para verles. Eran cinco, vestían elegantemente y lucían valiosos alfileres de corbata. Horas después, de regreso a Madrid, quedaron en libertad. Se trataba de una banda de jugadores de ventaja, que recorrían los pueblos buscando incautos con dinero a quienes desplumar organizando timbas clandestinas.

Pero por cada pista que se cegaba, otra se abría. Tras efectuar un nuevo registro en las ropas del segundo cadáver se encontró una cadenilla con dos pequeñas llaves que podrían corresponderse con una maleta o un baúl, sospechándose que en algún hotel o fonda debería haber un equipaje abandonado. A su localización se dedicaron los investigadores en Toledo y en Madrid. Mientras pasaban los días esperando el resultado de las gestiones que los policías estaban realizando en Burdeos, siguiendo el rastro de la tarjeta de visita encontrada, otro nuevo indicio comenzaba a tomar cuerpo al saberse que en los primeros días del mes de enero anduvo por Toledo un súbdito portugués que se había interesado en cómo trasladarse hasta la dehesa de Higares.

Se trataba de una persona de unos cincuenta años, bien trajeada, que se había alojado en el Hotel Granullaque, cambiado moneda portuguesa en la sucursal del Banco Central y comprado unos gemelos en la tienda de damasquinados de Juan Balletesteros, en la plaza de Zocodover. Pronto se le identificó como Álvaro da Silva Simoes , ingeniero, quien había llegado a Toledo procedente de Aranjuez, permaneciendo en la ciudad tres días. Además de interesarse por ir a Higares, tenía previsto tomar el tren en Bargas para desplazarse a Oropesa. Pronto se comprobó que así lo había hecho. Además, un policía afecto a la embajada de España en Lisboa certificó que el señor Da Silva había sido visto recientemente, «feliz y tranquilo», paseando por las calles de la capital portuguesa.

Las pesquisas judiciales y policiales no paraban. Desde Madrid se proporcionaron a los agentes de la Guardia Civil unas motocicletas para facilitar sus constantes desplazamientos por las localidades y fincas próximas al río. La lista de personas desaparecidas en toda España se actualizaba constantemente para ver si sus familiares les reconocían por las fotografías realizadas a los cadáveres o por las ropas que llevaban puestas. Pero los esfuerzos no reportaban resultados positivos.

A estas alturas, el suceso había trascendido el ámbito local y el misterio de los cadáveres del Tajo ocupaba espacios destacados en la prensa de toda España, en especial la madrileña: «La Época», «La Voz», «El Sol», «El Liberal», «El Siglo Futuro», «Heraldo de Madrid», «ABC» o «La Libertad». Este último diario echó el resto. Puso a trabajar en el caso a su redactor Heliodoro F. Evangelista quien se desplazó a Toledo acompañado del reconocido fotógrafo Alfonso publicando varios reportajes con diferentes testimonios de las horas pasadas en la ciudad por el ingeniero portugués. Uno de ellos llevaba el llamativo titular de «Los delincuentes siempre dejan tarjeta».

Precisamente por la tarjeta en cuestión, la policía se situó sobre una nueva pista . Una señora de Santander, habiendo visto en la prensa un grabado de la misma, creyó reconocer la letra de su marido quien la había abandonado once años atrás, fugándose con una sirvienta. El susodicho se llamaba Gabriel Chebaux y la esposa despechada mantenía que la inscripción «P... Dôme» podría corresponderse con el nombre de aquella empleada desleal: «Paquita Doménech». Afirmaba que algunas personas le dijeron haber visto recientemente a su esposo en Madrid, pero todo derivó en un nuevo chasco. Pronto se constató que el «desaparecido» y su pareja vivían en Figueras.

Descartada esta pista, el periodista de «La Libertad» se fue a Burdeos y allí encontró el rastro de otra supuesta víctima. Se trataba de Pierre Dupont, ex redactor del diario «La France» de Burdeos, quien había sido corresponsal en España de varias publicaciones francesas y especializado en información taurina del que nada se sabía desde hacía cinco años. Según se informaba era aficionado a la bebida y solía llevar una vida bastante irregular. Antiguos compañeros suyos del periódico creyeron identificarlo al ver las fotos del cadáver que Heliodoro les mostró. Los policías desplazados hasta la localidad francesa también constataron esas evidencias. Ante tales razones, el juez decretó la exhumación del cadáver a fin de realizar una prueba de identificación, ya que el desaparecido padecía cierta deformación en un pie y se había fracturado un brazo, por lo que esas anomalías óseas podrían certificar su identidad. Al realizar tal comprobación se vio que las extremidades del cadáver recogido del río no tenía rastro alguno de roturas. Sí pudo determinarse, en cambio, que la muerte se debió a una asfixia producida mediante fuerte presión sobre el pecho.

Por entonces, según se indicaba en la prensa, el sumario constaba de unas novecientas declaraciones y se habían seguido más de cuarenta pistas, pero ninguna de ellas había conducido a la resolución del caso. Tras los sucesivos fracasos, la nebulosa que cubría estas muertes era intensa. Tanto como para que el interés por los cadáveres del Tajo fuese decayendo poco a poco y el misterio quedó sin resolver.

Entre los vecinos de la zona, mientras tanto, cundía el miedo, sospechándose que todo pudiera deberse a ajustes de cuentas entre bandas de «apaches» y recordándose que cuatro años antes, en el mismo paraje apareció el cuerpo de un vecino de Gamonal, Ceferino Valero, quien días antes de ser encontrado muerto en las aguas del Tajo había estado en Madrid, hasta donde se desplazó portando una importante cantidad de dinero. A pesar del tiempo transcurrido, las causas de su ¿accidente, suicidio o asesinato? no se habían determinado aún.

Ante tan descorazonadores resultados, el reportero de «La Libertad» tiró la toalla, pero antes escribió que, viendo la cantidad de kilómetros realizados por los investigadores y periodistas, era posible que los criminales estarían riéndose mucho al ver como, quizás, se había pasado junto a ellos miles de veces, bordeándose el lugar donde pudieron cometerse los crímenes y sin ser descubiertos. Y a modo de lapidaria sentencia añadía: «¡Se ha trabajado mucho! ¡Qué lástima de esfuerzo!».

Vista del gran teatro de Burdeos, localidad francesa hasta donde policías y periodistas viajaron buscando pistas sobre uno de los cuerpos rescatados de las aguas del Tajo
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