Santiago Díaz Bravo - Confieso que he pensado

Legitimidad y legitimidad

No andan los tiempos para malgastar las escasas simpatías que la clase política despierta entre el electorado

Santiago Díaz Bravo
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TIENEN toda la razón quienes aseguran que cada proceso electoral se atiene a unas reglas propias y, por lo tanto, resulta injusto establecer comparaciones aritméticas. La legitimidad de los cargos electos y de gobierno se ampara en dichas reglas. Pero tal afirmación no es óbice para que, de forma paralela, debamos tener diáfanamente claro que un sistema electoral, esto es, las normas que lo conforman, no deben apartarse de la realidad de la ciudadanía. El ansia de establecer un modelo más justo jamás debe conllevar la degradación de la base de la democracia, es decir, el respeto de la voluntad del electorado, que debe reflejarse lo más estrictamente posible en las instituciones representativas.

El resultado que arrojaron en Canarias los recientes comicios generales vuelve a poner en entredicho la idoneidad del sistema electoral que se emplea para la conformación de la Cámara legislativa autonómica.

Las dudas y los debates consiguientes han terminado por convertirse en certeza: el Parlamento canario no refleja en su justa medida las querencias políticas de los ciudadanos de las Islas. Pero lo peor no es eso, lo peor es que ni siquiera se acerca a tal objetivo y, para más inri, el abismo se agranda con el paso del tiempo.

Que el partido que lleva la voz cantante sea el mismo legislatura tras legislatura, que lo sea haya ganado o haya perdido, que lo siga siendo cuando en los últimos comicios generales se ha convertido en una fuerza residual, y a Dios gracias, parece contravenir los principios democráticos y prueba que algo funciona mal. Determinadas formaciones políticas se hallan sobrerrepresentadas, otras infrarrepresentadas y otras, sencillamente, se han quedado fuera. La perversión del sistema va adquiriendo tal calibre que la legitimidad legal puede llegar a verse seriamente afectada por la legitimidad moral, y no andan los tiempos para malgastar las escasas simpatías que la clase política despierta entre el electorado.

La necesidad de cambio parece tan evidente como la determinación de los principales beneficiarios de tan aberrante situación de dilatar la reforma en el tiempo. Como en tantas otras ocasiones, los intereses de partido prevalecen sobre el interés general y sobre el respeto a las normas democráticas, aun a sabiendas de que la ciudadanía empieza a tomar conciencia de que es necesario cambiar determinadas reglas y no pocas actitudes.

Gobernar por todos los medios, se merezca o no, se respete la voluntad popular o no, puede ser una estrategia idónea a corto y largo plazo, pero quienes se apegan a ella corren el riesgo de verse superados por la reacción de una opinión pública que decida que ya está bien de ser tratada como una imbécil.

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