David Gistau

La ley antigua

David Gistau
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El «Cholo» Simeone es el reverso tenebroso de mis devociones. Soy del Madrí y de Independiente, él, del Atleti y de Racing. Tenemos razones para putearnos en varios husos horarios sin encontrar un solo pretexto para compartir tribuna, excepto la albiceleste. Dicho sea de paso, ser del Atleti y de Racing constituye redundancia. No he visto otros dos equipos lejanos en el mapa que sean tan parecidos. Sobre todo en las épocas fatalistas que inspiran en la hinchada una adhesión más emotiva que la procurada por la victoria. Esto no siempre lo saben los hinchas del Atleti, que conocen poco los equipos argentinos y tienden a identificarse con Boca por el juego de los contrapesos con River. Pero ser al mismo tiempo del Atleti y de Racing es como engañar a una novia con su hermana gemela.

He visto a gente que reprocha a Simeone que no haya afeado sus entradas a Filipe y Godín. Esa gente no conoce los códigos

A pesar de las posiciones antagónicas en las que nos ha colocado el fútbol, Simeone me gusta mucho. Por la argentinidad, primero, porque representa muy bien lo que allá se dice un hombre «de códigos», y entiéndanse los códigos como el credo legionario de los vestuarios y los barrios. En España, Jero lo aplica al Lucero y a los gimnasios y lo llama «ley antigua», tipos que son de la «ley antigua», lo cual sugiere a dos irlandeses enormes de John Ford que, al cerrar una venta de ovejas, se escupen en las manos antes de estrecharlas apretando bien fuerte para comprobar quién arruga primero. No sé qué tal entrenador sería Simeone en un equipo de estrellas caprichosas que no se dejaran militarizar, que no estuvieran dispuestas a entender cada minuto de pisar la hierba como una ocasión solemne por la que hay que reventar. En un vestuario como el que saboteó a Benítez, la verdad, no lo veo.

Pero Simeone, que a veces parece un Mourinho con patente de corso de la prensa, cambió la mente del Atleti hasta extirparle ese tonto romanticismo del derrotado que se reconoce a sí mismo sólo cuando pierde y que no congeniaba con la grandeza del Atleti, comparable en números redondos a la del Barcelona hasta la década de los noventa, cuando Cruyff puso los fundamentos que lo cambiaron todo. Para el Atleti, librarse del «Qué manera de palmar» de Sabina era tan importante como para el Barcelona sacarse el «Este año sí», sustituido hace tiempo, me temo, por un «Este año también» que lleva camino de cumplirse esta temporada.

Los códigos a los que nos referíamos antes no son incompatibles con dejar en la pierna de Julen Guerrero un orificio como el de un balazo. Los códigos son necesarios precisamente porque surgen en ambientes y caracteres donde la ley no alcanza. No estamos hablando de urbanitas éticos con el cárdigan perfectamente abotonado y la ejemplaridad ante los niños siempre consciente en la conducta. Estamos hablando de tipos sometidos desde el principio a rigores darwinistas. El Atleti de Simeone es una consecuencia de eso, de semejante instinto de supervivencia en clima hostil, y por eso se escupe las manos antes de estrecharlas sin que además, a diferencia de lo que le ocurrió a Mou en el Madrí, ningún periodista cursi le diga que está traicionando por ello una tradición elevada y señorial. El inconveniente de todo esto es que, en momentos de sobreexcitación, cuando la línea entre la dureza y la violencia se difumina si uno no tiene la mente fría, todo puede desembocar en una entrada tan espantosa como la de Filipe a Messi y en un proceso de autodestrucción como el sufrido por el Atleti en el Camp Nou cuando, de no haberse matado a patadas, podría haber desnudado a un Barsa que se va salvando en precario y día a día, como Rambo en el bosque.

Hoy he visto que hay gente que reprocha a Simeone que no haya afeado sus entradas a Filipe y Godín. Esa gente no conoce los códigos. Qué tipo de los de la ley antigua expondría en escarnio público a uno de sus hombres por tratar de no ser el que retira la mano cuando la del otro aprieta. Ninguno, ni en un vestuario de Avellaneda, ni en un gimnasio del Lucero.

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