Patrimonio natural

En lo más profundo del Guadarrama

El tejo de Barondillo, majestuoso ejemplar arbóreo, lleva casi 2.000 años dando cobijo a numerosas especies de fauna

Jonathan Gil Muñoz

Por una umbría pedregosa del serrano valle del Lozoya, en el corazón de la Sierra de Guadarrama, discurre un saltarín arroyo de alta montaña de aguas frías y claras. En su correr, lame las milenarias raíces del ser vivo más longevo del Guadarrama y la Comunidad de Madrid, el tejo de Barondillo o Valhondillo. Con una edad estimada de entre 1.500 y 2.000 años, este majestuoso ejemplar arbóreo (su tronco hueco tiene un diámetro de 3 metros, mide 8 metros de altura y la anchura de su copa alcanza los 15 metros) ha visto pasar la vida aparentemente impasible desde su refugio guadarrameño salvándose de la tala por su apreciada madera y los avatares propios del transcurrir del tiempo.

Su enramada ha dado cobijo a incontables seres humanos en infinidad de ocasiones, pero también «cónclaves» del resto de habitantes de la Sierra de Guadarrama que han llegado hasta él en busca de su sabio consejo, como hoy. Agazapados y valiéndonos de la espesura del sotobosque vemos cómo poco a poco en torno al tronco del tejo de Barondillo se van situando un sinfín de especies de fauna y flora con solemnidad, como si estuvieran siguiendo un protocolo establecido para tales ocasiones hace cientos y cientos de años. Solo se escucha el rumor del arroyo, mientras que, a pocos metros de él, van ocupando su lugar parsimoniosamente diferentes aves (ruiseñor pechiazul, escribano hortelano, acentor alpino y el verderón serrano), insectos (escarabajo pipa, mariposa isabelina, hormiguera oscura, ciervo volante y la mariposa apolo), anfibios (rana patilarga y la salamandra común), plantas (geranio de El Paular, aguileña, azucena silvestre, erizo serrano, atrapamoscas, genciana y el azafrán serrano) y reptiles (víbora hocicuda y la lagartija carpetana).

De repente y sin que haya soplado el más mínimo viento, las ramas del tejo de Barondillo comienzan a moverse suavemente. Es la señal que indica el inicio de la asamblea. El ruiseñor pechiazul da un corto vuelo y se posa en una rama baja que nace del tronco del tejo y desde donde puede ver al resto de especies que allí se han dado cita y comienza a cantar. Su melódico discurso nos cuenta cómo especies populares entre los seres humanos como el buitre negro o el águila imperial (y real) son obsequiados en la Sierra de Guadarrama con infinidad de atenciones de continuo por parte del hombre, mientras que, por el contrario, todos los que están allí, en mayor o menor medida, son prácticamente unos desconocidos, incluso para los que aman los riscos y valles de aquella serranía.

Deja su estrado improvisado el ruiseñor pechiazul con la rapidez de un rayo y vemos cómo el geranio de El Paular, no sin apenas esfuerzo, consigue alcanzar la parte más alta de una piedra granítica abrazada por las vetustas raíces del tejo. Adornado por sus flores entre azuladas y blanquecinas, esta joya botánica del Guadarrama advierte al resto de habitantes de la cadena montañosa de cómo el cambio climático está poniendo en peligro a sus pocos congéneres y también al resto de especies. Habla el geranio de El Paular, con tono suave y delicado, de la disminución de lluvias, y de cómo ahora se concentran en días concretos en forma de nefastas lluvias torrenciales. Se lamenta de cómo hoy se pueden contar con los pétalos de sus flores las nevadas que caen al año; del estrés hídrico que sufren las plantas y árboles serranos; de los incendios cada vez más virulentos y de las especies invasoras que desplazan a las autóctonas del Guadarrama.

Tras escuchar con atención lo que el resto de participantes en este consejo van diciendo, el tejo de Barondillo vuelve a mover su enramada. Pasados unos minutos, comienza a crujir su vetusto tronco. Es su forma de hablar a los presentes, transmitiendo su parecer sabio sobre la situación que viven todos los moradores del Guadarrama. Todos guardan un respetuoso silencio mientras el milenario árbol los advierte de que todos esos peligros de los que hablan también le afectan a él aunque puedan no creerlo y que en toda su existencia no se ha enfrentado nunca a nada igual, siendo su mayor pesar pensar que la solución a sus problemas tiene que venir de la mano de su causante: el ser humano, tan capaz de salvarlos como de empujarlos por el precipicio de la extinción. Tras esto, el tejo calla y cada especie enfila el camino de vuelta a su hogar con la vaga esperanza de que el hombre recapacite más pronto que tarde.

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