Eduardo Guerrero y Rocío Molina, en un momento del espectáculo
Eduardo Guerrero y Rocío Molina, en un momento del espectáculo - Alain Scherer
CRÍTICA DE DANZA

Rocío Molina, mágica heterodoxia

El festival Madrid en danza se inaugura con el nuevo espectáculo de la bailaora malagueña, «Bosque Ardora»

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De Rocío Molina asombra y fascina la armonía y musicalidad de su baile, pero tanto o más que eso seduce el arrojo y la brillante originalidad de sus propuestas. Y «Bosque Ardora», el espectáculo con el que la bailaora malagueña ha inaugurado la XXIX edición de Madrid en danza, contiene ambas cosas.

Visualmente, « Bosque Ardora» es un hermoso jeroglífico, de difícil comprensión pero irresistiblemente magnético. Arranca con una película en que se ve a la propia Rocío huyendo por un bosque, montada a caballo, de una jauría de perros, y cayendo, finalmente, en las aguas de un lago. Ya en directo, la coreografía nos transporta a un claro del bosque, con una sensación onírica e irreal a la que contribuye la excepcional iluminación de Carlos Marqueríe.

Allí se reúne la fauna de músicos y bailarines que habitan el lugar.

«Bosque Ardora» es una coreografía natural, boscosa, silvestre. Si algo define el trabajo de Rocío Molina, es precisamente que es indefinible. Su flamenco bebe de las raíces y se mece sobre palos clásicos como los tangos o la soleá, pero en sus brazos y en sus quiebros hay afanes iconoclastas. La bailaora ha investigado durante dos años en fuentes y lugares muy distintos, desde una cárcel de París hasta el teatro Kabuki japonés. Todo ello lo ha pasado por la trituradora de su indiscutible genio creador para transformarlo en un trabajo tan hipnótico como heterodoxo, al que solo lastran, temporalmente, algunas caídas de ritmo. Y con hallazgos visuales y sonoros, como el empleo en el espectáculo de dos trombones, instrumentos que por momentos parecen haberse creado para el flamenco.

Rodeada por un equipo excelente de seis músicos y dos bailaores, Rocío Molina brilla además como la extraordinaria y diferente artista que es. Su baile es limpio, impecablemente musical y orgánico; se alimenta del flamenco que lleva dentro, pero busca refugio también en otros muchos lenguajes contemporáneos. Aunque al final, para rematar el espectáculo, se dé a sí misma el regalo de una soleá clásica (o casi), que demuestran que su cordón umbilical con el flamenco (su madre) no se ha cortado nunca.

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