Eduardo San Bernardo

Hasta siempre, Santiago, tus becarios

Ahora estás, estrellota en el cielo, escribiéndole sonetos a San Pedro, divisando desde la aurora los cerezos del Valle del Jerte de tu tierra extremeña

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Compañero, maestro estás ahí arriba ahora, estrellota luciente en el cielo, que en los últimos días tú esperabas, te escribo esta crónica urgente, redactada como a ti, periodista de raza, te gustaba, a toda prisa, a quemarropa, a vuelapluma, al hilo de la madrugada, y aunque Julio, Federico y Ramón ya se han despedido de ti por todos nosotros, creo que estas líneas son necesarias, por ti, claro, por Catalina y Don Guillermo, por el viejo ABC que tú nos enseñaste a amar, por tantas cosa, compañero, por tantas cosas.

La última vez que te vi entrabas arrollador y atronador en nuestra Casa, saludando a los vigilantes, como hacías también con los taxistas de Radioteléfono que tanto te querían, tronante aún aunque ya tenías dentro la alimaña del la enfermedad, lo que yo no sabía, y el dolor de aquella hermana muerta que te llevaste para siempre contigo con tus versos.

Y fuiste tú quien me pegunto a mí por mis males, porque ya sabemos, ya sabemos, que en ABC fuimos una familia y todo, lo bueno y lo peor, siempre se sabe. Ya ves, Santiago, como Rimbaud, yo había pasada una temporadita en el infierno, «pero estoy bien, cansado, pero con ganas de seguir sudando la camiseta por nuestra cabecera». «Venga hijo, venga poeta», -así me llamabas desde aquel libro que tanto te gustaba, y que escribí en nuestra redacción de noche hace diecinuevitantos años-.

No recuerdo cuándo te conocí, pero sí lo primero que me encargaste. No sé, creo que era un día de verano de calor madrileño insoportable. Julio no estaba, estaría de vacaciones o más probablemente en tu tierra, en Mérida y en su Festival de Teatro, y tú le propusiste a Oti que yo entrevistase a la gran Alicia Alonso, poderosa y cubanísima, una entrevista que tú, que siempre te manejaste tan bien en aquella tierra que amabas a pesar de esos Castro a los que tanto odiabas y una revolución que nos había engañado a todos, una entrevista que tú mismo, aunque subdirector, y de otras cosas, habías gestionado.

Oti te dijo, «pero si Delafuente es un rockero». Yo, en medio, y sin decir ni mu, claro, y dede tu pundonor le dijiste, «Eutiquiano, no me jodas, Delafuente tiene edad para saber lo que es Cuba y lo que allí pasó y pasa y pasará, y Alicia es un bombón». Y Alicia lo era, y tú tuviste el detalle de prepararlo todo, hasta te preocupaste de que el fotógrafo llegara en hora, algo siempre tan difícil, y de que la inmortal bailarina, allí en el Palace, fíjate qué impresión para un becario, allí en el Palace, donde Ava Gardner y Sinatra, me atendiese como lo que ella era, una Reina del Caribe. como la gigantesca Celia Cruz, a la que también idolatrabas.

Ya ves Santiago, ya véis, Catalina, Julio, Oti, Ramón, Federico, compañeros, tal vez mi memoria falle y todo esto sólo sea un sueño, o me lo he inventado, pero así eras tú. Cosas así les contaba, convertido ahora en el Abuelo Cebolleta del periódico, a los chavales, que echando un cigarrito ayer me preguntaban por ti, Pablo, Israel, esos becarios, como yo, pero más jovencitos, que aman esta Casa, que quieren que sigamos siendo lo de siempre, una familia, como éramos cuando yo llegué hace veintitantos años, cuando allí no había ni autobús, ni chalés, sólo conejos y gitanos, y una lanzadera que venía desde Ciudad Lineal, cuando éramos casi dos mil compas dejándonos allí la vida, porque todos sí fuimos familia, todos nos conocíamos y respetábamos.

«Cuéntanos cosas de Santiago», me decían los chicos de la web, y los chavales del máster, que no ya mis hijos ni los tuyos, sino que hasta nuestros nietos podrían ser, «nadie nos ha contado nada de él, ni de las cosas de antes», y claro, yo, uno de tus discípulos, uno de los que como dice la canción popular americana no quiere que nuestro círculo sagrado se rompa, pues eso, les contaba. Y ellos y yo ensimismados, un cigarro tras otro, y que cierren los compañeros, que hablar de ti también fue ayer un cierre, ¡pero tan triste Santiago, tan triste!.

Poco me queda mí por escribir en ABC, Santiago, y hasta he pedido que me prejubilen, pero sí me queda todavía continuar y tirar del hilo de la madeja del periódico, al que amamos y amaremos para siempre, lo que tú me enseñaste y nos enseñaste, por ti, claro, por mí, evidentemente, por Catalina y Don Guillermo, que ya andará contigo ahí arriba pensando en Blanco y Negro, pensando en el ABC que nos quita la vida y que sin embargo nos la dio de aquí a la eternidad, amigos tú y yo, tú anarquista de derechas, yo anarquista de izquierdas, que eso fue siempre fue nuestra Casa, por encima de las ideas siempre hermanos, esa herencia que es de lo poco que tenemos, una de nuestras escasas posesiones, porque somos periodistas, queremos ser tan geniales y buenos compañeros como tú, pero somos periodistas, y en este santo oficio.

«Esto es un oficio, percebes, no una profesión», como nos decía aquel fantástico pero irascible director, al que tu fuiste de los poco que se atrevía a discutirle a la cara, pero sí, somos periodistas, y con este negocio, perras, lo que se dice perras, nunca se hacen.

Ahora estás, estrellota en el cielo, escribiéndole sonetos a San Pedro, divisando desde la aurora los cerezos del Valle del Jerte de tu tierra extremeña, ahí estás, entrevistando, otra de tus primicias, al mismísimo Dios que intenta eludir el sabio punzón de tus preguntas. Ahí estás Santiago, escribiendo tu penúltima Tercera, simplemente te digo, y te decimos: «Hasta siempre», tus becarios.

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