«Madama Butterfly», de Puccini, en el Teatro Real
«Madama Butterfly», de Puccini, en el Teatro Real
COMUNICADOS DE LA TORTUGA CELESTE

Y del sonido surgió una casa: elogio del Teatro Real

Para el escritor y crítico literario Andrés Ibáñez, el Real es la prueba (existen otras, por supuesto) de que la maldición de España no existe

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Cuando iba a nacer mi primer hijo, recuerdo que mi madre dijo: «nunca va a estar mejor que donde está ahora», a lo que yo repliqué (y no porque hubiera pensado nunca antes en ello): «bueno, pero cuando crezca podrá ir al Met». Y fue entonces cuando me di cuenta de que para mí el lugar más maravilloso del planeta era precisamente el Met, la Metropolitan Opera de Nueva York. Subiendo por esas elegantes escaleras de hormigón blanco que evolucionan en el vacío como una voluta de humo, por entre el barroco siglo XIX del terciopelo carmesí y el barroco años setenta de las lámparas de cristal, yo me sentía como un alma ascendiendo al empíreo. Pero fue ayer, precisamente, cuando me di cuenta de que las cosas habían cambiado, y que para mí el empíreo ya no era el Met, había dejado de ser el Met donde vi tantas cosas increíbles, a Carlos Kleiber dirigiendo El caballero de la rosa, a Levine dirigiendo Parsifal, a Kiri Te Kanawa cantando Capriccio, y que ahora el lugar más feliz del mundo había pasado a ser para mí el Teatro Real de Madrid. Ayer, viendo el espectacular montaje de Madama Butterfly de Mario Gas (escena) y Marco Armiliato (dirección musical).

Creo que lo último que terminó de convencerme fue el sonido de la Sinfónica, lleno de delicadeza y sensualidad.

Es posible que muchos de mis lectores no sepan que el Teatro Real es una de las óperas más importantes de Europa y también uno de los teatros más modernos y mejor equipados del mundo. Es posible que muchos no sepan, tampoco, que los menores de treinta años tienen un noventa por ciento de descuento, y que pueden sentarse en una butaca de doscientos euros pagando sólo diecinueve. El edificio no es muy bonito, aunque tiene una situación ideal en la Plaza de Oriente frente al Palacio Real, y la sala tiene el inconveniente de que son pocas las butacas desde las que se ve enteramente la escena. Es un problema de mala distribución decimonónica que no fue resuelto en la reestructuración, pero también una consecuencia del inmenso tamaño y la profundidad del escenario. Conozco pocos lugares más asombrosos que el backstage del Teatro Real, donde cabría entero, según me aseguran, el edificio de la Telefónica. Si uno desea sentir el infinito puede, simplemente, colocarse en el centro del escenario del Real y mirar hacia arriba. Desde la sala de butacas, los montajes que hacen uso de esta inmensidad convierten la experiencia operística en un vértigo espacial y en un vuelo interior. Nos da la impresión de asomarnos a un cosmos.

Es el cosmos del teatro. Es la noche órfica y dionisíaca, de donde surgen la música y la danza y también el teatro, pero no sólo el teatro como rito sino también el teatro como casa, ya que los dionisíacos no eran frenéticos salvajes como quiere la pía leyenda, sino constructores, matemáticos y arquitectos. La música sólo es caos y desenfreno para los enamorados de la mente y del control rígido de lo espontáneo. La música es orden, del mismo modo que la danza es orden, aunque un orden distinto del de los campos de entrenamiento, los sistemas de titulación académica o las oficinas de la burocracia, que sólo sirven para organizar el sufrimiento. Es un orden que responde a las leyes del alma, configuraciones de tipo curváceo similares a la evolución de las plantas, a las formas del agua y a los desplazamientos de las aves. De este orden surge también la casa, y me gustaría recordar aquí la vieja leyenda de los arquitectos dionisíacos, especializados en la creación de edificios que eran experiencias para el que los habitaba. También la música es una casa, un espacio habitable. En la ópera, la música se hace casa y la casa se hace música. Eso mismo le sucede al Teatro Real.

Inútil sería hablar de las personas que habitan esta casa, su profesionalidad, su talento, su dedicación, el inmenso amor que ponen en lo que hacen. No estamos acostumbrados en España a que haya un lugar donde las cosas se hacen bien, donde las cosas son como deberían ser, donde las personas no fingen, donde existe esa más rara de todas las emociones, el entusiasmo. El Real es para mí la prueba (existen otras, por supuesto) de que la maldición de España no existe, y de que ese tremendo pesimismo que nos invade a todos, esa sensación de frustración y de continuo fracaso en el que vivimos, no es en realidad más que un espejismo colectivo del que deberíamos aprender a librarnos. Escribo todo esto porque quizá muchos de mis lectores no sepan que en su ciudad pueden experimentar la ópera al nivel de los más grandes escenarios del mundo. Y si es posible lograr una cosa así, entonces es posible lograr cualquier cosa.

Pero lo que amo realmente es la casa, ese edificio en el que el tiempo se convierte en espacio. En los años sesenta y setenta toda la parte que da hacia la plaza de Isabel II era el Conservatorio, al que yo iba de niño y adolescente a estudiar música. Ahora todas esas clases, pasillos y escaleras han desaparecido, junto con la biblioteca y el maravilloso salón de actos donde se hacían los exámenes de premio y donde se celebraban conciertos legendarios que todavía no he olvidado. Han desaparecido pero viven en la arquitectura imaginaria de mi memoria dionisíaca, donde siguen celebrándose sin fin. Han desaparecido para convertirse, precisamente, en el escenario, el lugar donde se produce la magia, donde los espíritus nos miran y nos hablan y donde nosotros podemos ver y hablar a los espíritus.

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