LIBROS

El viaje a casa de Juan Gómez Bárcena

El escritor despliega su virtuosismo narrativo en su nueva y monumental novela, 'Lo demás es aire', en la que regresa a su pueblo de origen, Toñanes, en Cantabria, para contar la biografía novelada de ese lugar y la suya propia

El escritor Juan Gómez Bárcena, fotografiado en Toñanes, el pueblo cántabro del que procede su familia paterna IVÁN GIMÉNEZ

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Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) camina mirando siempre hacia el suelo. No por temor a tropezar o a resbalarse al pisar el verdín tan propio de esa tierra húmeda que lo vio crecer. Lo hace buscando piedras, para él preciosas, con las que rastrear, mediante la escritura, la historia, la propia y la ajena. Es lo que lleva haciendo los últimos diez años, en los que se ha labrado, a base de un descomunal virtuosismo narrativo, una de las trayectorias más brillantes, y prometedoras, de la nueva literatura española.

Su interés por el pasado, por el tiempo que otros habitaron mucho antes que nosotros, está presente, de un modo u otro, en todos sus libros. Pero este último es especial. Y él, tímido, introvertido y poco amigo de la sociabilidad forzada, lo sabe. Sabe que 'Lo demás es aire' (Seix Barral) es la obra que lleva escribiendo toda su vida. Lo reconoce, entrecerrando los ojos, pequeños y curiosos, brillantes, y sonriendo, deslumbrado por el intenso sol con el que hoy ha amanecido en Toñanes (Cantabria).

En este pueblo, que dista siete kilómetros de Santillana del Mar y nueve de Comillas , pasó parte de su infancia, y a él ha querido volver para novelar, desde el siglo XV hasta el XXI, la biografía de un lugar, pequeño y anodino, que convierte en centro del mundo, pues en él transcurren todas las vidas posibles. Las de Juan y Juliana, que en 1633 pierden a su tercer bebé. Las de Luis y Teresa, que en 1946 bailan en la romería de la aldea. La de Francisca, que en 1753 aprende a escribir en secreto. La del pueblo entero, que en 1937 se esconde de los bombardeos de la guerra civil en una cueva. Incluso la suya propia. Porque Gómez Bárcena es el niño que Emilio y Mercedes esperan cuando compran una casa en Toñanes para pasar los fines de semana. Y eso que, según reconoce, el primer borrador de este libro, el que más le ha costado escribir, era un circunloquio para no hablar de él.

Autobiografía

«Tengo tendencia a no darle importancia a lo propio, pero al final te das cuenta de que la vida de cada uno lo es todo. En Toñanes aprendí a querer la historia, es ese lugar de donde uno es. Por otro lado, yo siempre he sido muy consciente de todo lo autobiográfico que hay en mis libros, aunque mis lectores no lo sean. Ese ponerme a mí en el texto acabó siendo la única decisión posible. Al final, el viaje más difícil era el viaje a casa, el viaje a uno mismo». Así, poco a poco, él fue aflorando, como personaje, en un relato que va de atrás hacia delante, y viceversa, donde la historia corre, y se cuenta, a un ritmo vertiginoso, en el que una frase puede abarcar cinco siglos, con sus acontecimientos, fechados con frecuencia en los márgenes del texto, como los curas registraban antaño cada nacimiento y cada defunción, cada matrimonio y cada bautismo.

«El viaje más difícil es el viaje a casa, el viaje a uno mismo»

A ellos, a los libros parroquiales, acudió Gómez Bárcena para buscar las fuentes de esta novela inmensa que rescata las voces anónimas, las emociones que laten debajo de esas fuentes. Y, también, a los vecinos del pueblo. Sus testimonios, en ningún caso alterados, siempre fieles, son el corazón de la historia. Si de niño Gómez Bárcena iba siempre con una «libretita» y un bolígrafo, para escribir este libro recurrió a la grabadora y dejó hablar a todos los que tuvieran algo que contarle sobre Toñanes.

Inspiración

Se inspiró en las «maestras» Elena Poniatowska y Svetlana Alexiévich, usó su técnica y les dejó hablar. «Fue vital el habla de las personas de Toñanes. Lo que pongo de los personajes es perfectamente compatible con lo que sé según las fuentes. Es una invención plausible. Sobre todo es verdadero. A veces la realidad distrae de la verdad. Se trata de narrar mi propia verdad autobiográfica. Uso la imaginación de manera muy amplia, lo que me permite rellenar las lagunas de los documentos históricos». Lo cuenta, recordando algunas de esas conversaciones, mientras nos aproximamos al puente romano que todavía sigue en pie, intacto. Está al lado del último bar que hubo que cerró en el año 91.

El medio centenar de vecinos que vive en Toñanes –hay noventa censados– convive en armonía con los turistas que se alojan, siempre de paso, en alguno de los cuatro hoteles rurales. En la campa en la que antes se celebraba la fiesta de San Tirso ahora hay una portería con la red medio raída. No hay niños que sueñen con ser futbolistas, ni con ser nada. Ni siquiera escritores. La antigua escuela, construida por la segunda república y regida siempre por maestras como doña María Antonia o doña Fidela, estuvo abierta hasta los años setenta. «Este es el lugar más raíz para mí. El libro es una biografía novelada del pueblo y de mí mismo. Al principio, hacía entrevistas muy dirigidas. Pero fui dando cuenta de que todos los meandros me daban mucha más información. Lo más bonito ha sido poder acceder a esa memoria. Antes tendía a ver la memoria como una falsificación de la historia. Ahora, no».

«Antes tendía a ver la memoria como una falsificación de la historia. Ahora, no»

Subiendo una calleja estrecha y empinada, que data del siglo XVI, emerge la iglesia, también del siglo XVI, en la que el párroco, que cada semana oficia misa para cinco personas, tiene un aparcamiento reservado, como indican las grandes letras, en pintura blanca, sobre el pavimento. Es la misma iglesia que fue quemada en 1936, de la que fueron sacados todos los santos y arrojados al río en el que el niño de trece años que fue Gómez Bárcena rastreaba huellas de dinosaurios. Era 'el niño de los dinosaurios', y lo sigue siendo. Al menos para los vecinos con los que nos cruzamos en un recorrido que tiene mucho de paseo sentimental y nada de visita guiada.

Llegamos a 'La casa de Lola', según indica la placa de cerámica sobre la puerta principal. Lola tiene 91 años y, hasta que comenzó la pandemia, vivía sola. Se apañaba bien. Se ocupaba de los oficios, hacía los recados y hasta la comida. Eso nos cuenta Florita, su hija, que sé trasladó con su marido al poco de que comenzara el confinamiento. Las vecinas de su madre le llamaron, preocupadas, porque no salía de casa.

Fuentes

«Se encerró, le daba mucho miedo, pensaba que el virus estaba en el aire o qué sé yo. Le dejaban el pan en la ventana del baño. Cuando me enteré, me vine. Y ya no me pude marchar». Lola ha sido una de las principales fuentes orales de Gómez Bárcena. Como Florita. «Para mí ha sido muy divertido. ¿Que si lo he leído? Casi que me lo sé de memoria. Ahora estoy un poco más civilizada que entonces. Me hacía mucha gracia. Me ha gustado mucho, porque he oído cosas de las que no tenía ni idea». Otro vecino interrumpe nuestra conversación. Va a comprobar cómo está Lola, que anda algo pachucha del estómago. ¿Será culpa del Ibuprofeno, como sostiene ella, que la noche anterior le dio su hija?

«A veces la realidad distrae de la verdad. Se trata de narrar mi propia verdad autobiográfica»

En la despedida se cuelan los mugidos de varias vacas, esos que se escuchan en la novela de Gómez Bárcena, lo mismo que se huelen las boñigas del mucho ganado que ahora está concentrado en unas pocas personas del pueblo. «Un hermano mayor de Lola murió de gripe española justo hace cien años. Se lo conté, y me dijo que no lo sabía, que su madre nunca hablaba de eso». Por esa senda, en un cruce en el que se puede bajar al acantilado de El Bolao, en el que en el siglo XVII se ahogó un niño de 14 años cuya pérdida sigue empañando de dolor el lugar, o ir hacia el banco al que cada tarde acuden algunos vecinos para ponerse al día mientras contemplan la mies, está una piedra que colocó ahí el bisabuelo de Gómez Bárcena. Eso, al menos, le dice todo el mundo.

Decidimos acercarnos al acantilado, hasta llegar a las ruinas de un molino del siglo XII en el que ha habido intentos de montar un bar, justo en la desembocadura del 'río de la presa'. En una pintada, puede leerse: 'Audiencia Nacional Cloaca Fascista', y el símbolo anarquista. En los agujeros del cauce fluvial que dejaron las estacas de madera del molino, el escritor encontró un día una moneda de Felipe III. «Valoro haber vivido esas cosas y que formen parte de un relato. La idea del pueblo como un lugar bucólico donde uno se encuentra a sí mismo a mí no me funciona. Hay una tendencia nostálgica en la literatura española. Los cambios son tan rápidos que necesitamos agarrarnos a algo sólido, y eso es la infancia. El pasado aparece en la novela con sus grises y sus sombras. No sentía un deseo nostálgico de cantar a una época pasada».

El tiempo, tantas veces apresado en la literatura de Gómez Bárcena, se acaba. El final de nuestro recorrido tiene como destino la casa familiar del autor, aquella que sus padres adquirieron como segunda residencia cuando su madre estaba embarazada de él, ubicada en la carretera nacional. Sobre la mesa está desplegado uno de los árboles genealógicos que ha ido elaborando en los últimos años y gracias a los cuales ha dado con un tipo, un tal Lope García de Salazar, que llegó a tener 120 hijos varones en el siglo XIII.

«Las patrias, los hogares, los creamos. La identidad es un relato que nos contamos»

Al lado, el ammonite que encontró en 1995 y un viejo radiocasete, de doble pletina, en el que su padre escucha la radio al lijar las ventanas. «Los libros te dan prismas nuevos desde los que mirar, más que respuestas. La novela ha sido un ejercicio para descubrir esas partes más emocionales en las que quizás he sido menos formado. A veces tenemos demasiado idealizado el carácter sanguíneo de una relación. Las patrias, los hogares, los creamos. La identidad es un relato que nos contamos. En mi relato, la identidad de Toñanes y la mía propia están entrelazadas».

Al salir, nos encontramos con Luisa. «¿Pero qué te voy a contar yo, si llegué aquí hace 60 años?», le decía al escritor mientras éste recababa testimonios. «Pues eso, justo eso», respondía él. Luisa, de origen pasiego, está paseando a su bisnieta Laia. Hace poco que pasó «el virus», pero lo pasó «de pie, nada de cama». Tiene 80 años y recuerda a Gómez Bárcena de niño. «Desde que era así (señala a la altura de las rodillas), escuchaba a los mayores. Los demás niños jugaban a la pelota y él quieto, escuchando». Igual que en ese momento, detenido ya para siempre en una memoria que algún día saltará a un libro que tal vez escribirá Laia.

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