LIBROS

Ignacio Carrión, la vida gracias a la escritura

«Diario último», que recoge los meses finales de vida del autor, cierra una impresionante obra diarística de más de 2.000 páginas

Ignacio Carrión, fotografiado en enero de 2016 MIKEL PONCE
Jaime G. Mora

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«No puede ser. Han pasado 20 días desde mi anterior anotación. No puede ser que ocurra esto más que por fuerza (o debilidad) mayor», escribía Ignacio Carrión el 27 de enero de 2016 en sus diarios. Para un grafómano como él, esta era una situación anómala. Empezó a contarse su vida con 23 años, después de salir de la consulta de un psicoanalista en Viena, y ya no supo ni pudo parar.

«El profesor Frankl me forzó a temblar rodeado de una docena de bigotudas enfermeras… y luego me mandó a terapia –recuerda 55 años después en su «Diario último (2016)» (Renacimiento)–. Y yo empecé a escribir un diario. Anoté mi vida. O aquello que viví creyendo que lo era. Y hace un año contraje cáncer que ahora se extiende más o menos por mi organismo».

Reportero estrella en los 80 y los 90, Carrión (San Sebastián, 1938; Valencia, 2016) trabajó en los principales periódicos de Madrid, entre ellos ABC. Fue corresponsal y columnista. Rechazó siempre los cargos que le ofrecieron. A cambio, «Lord Carrión» consiguió la libertad que necesitaba para hacer viajes que hoy ninguna cabecera costearía. En 1995 ganó el Premio Nadal por «Cruzar el Danubio», aunque no tuvo demasiado éxito. En sus notas lamentaba que ninguno de sus libros se vendía bien.

Ya jubilado, sin el soporte de los medios para los que trabajó, cayó en el olvido. La publicación del primer volumen de sus diarios, de una franqueza y una sinceridad imprudentes, contribuyeron a su definitivo destierro editorial. Retrató con sarcasmo las miserias del periodismo de la Transición, y lo pagó. Carrión no era complaciente con nadie, mucho menos consigo mismo. «Yo he escrito casi siempre desde el fondo del resentimiento, de la memoria y de la desdicha. Incluso del rencor, en algún momento», reconoció.

Criado por una madre con problemas mentales, encontró como única cura a sus sombras engancharse a la pluma «como si fuera una jeringuilla». Expuso su vida con una crudeza asombrosa, como si él «y todos estuvieran muertos». Por el camino perdió amigos; incluso sus hijos dejaron de hablarle. «Diario último», que recoge los tres cuadernos que tomó durante los meses previos a su muerte, cierra una obra diarística de cinco volúmenes que comprenden más de 2.000 páginas, y eso que lo publicado solo supone entre el 15 y el 20 por ciento de lo que el autor escribió.

En sus diarios de 2016 Carrión ya no es ese reportero que viaja por el mundo, ni ese observador implacable del mundo. El tono cambia por el cáncer que se extiende imparable. «¿Para qué anotar el día a día cuando todos los días son repetición del anterior?», dice. Entre visitas al hospital y la impotencia que le produce su debilidad física, acepta por fin su pasado, ese que en el volumen anterior calificaba como una «mancha de aceite» que le robaba la poca felicidad que le quedaba en la vida.

Carrión escribió hasta el último aliento. «Hoy tendría que ser el día elegido para pararme, pero sigo escribiendo. Debo considerarme más aquí que allá. / Adiós ya existió. / Mañana ya veremos. / Mi escritura ya está. / Y gracias a ella he vivido. / No creo que mi escritura sea relevante pero es mía. / Si no lo imprimen, / aún está ahí», anota dos días antes de morir. «No puedo. No hemos escrito lo que había pasado ayer. No puedo más –añade después, ya para despedirse–. Existe también ayer con mucha paz y tranquilidad delante del enfermo».

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