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«La guerra de las galaxias», epopeya oscura

El mal, el tabú del incesto, el fracaso, la idea del infierno. De los ingredientes de la tragedia clásica se nutre «La guerra de las galaxias», un filón inagotable que hoy continúa con «El despertar de la fuerza». ¿Existe una epopeya más sombría?

Madrid Actualizado: Guardar
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«Hay que paladear», conmina Angelus Silesius, «el infierno». Al menos una vez, debe el cristiano «abandonarse al abismo». Y su desasosegante «Peregrino querubínico» da minucioso canon, en el siglo XVII, a ese pensar la sombra como único fundamento verdadero de la luz, al cual el romanticismo alemán llamará, dos siglos más tarde, «mística especulativa». Pocas variedades de especulación teológica (teosófica, más en rigor) habrán tenido mayor presencia subterránea en la cultura popular moderna que esta visión del fundamento divino como principio tenebroso.

La iluminación de George Lucas en «La guerra de las galaxias» (me refiero, desde luego, a la trilogía primigenia, que abarca los capítulos IV, V y VI de la serie) está en cristalizar tal hipótesis de la primacía fontal de lo oscuro, en una fórmula que convierte a Angelus Silesius en un lector brillante de Sigmund Freud: «Yo soy tu padre».

Y dar con ello, en el centro de gravedad de la parte V, «El imperio contraataca», los tres desarraigos esenciales del alma humana, en una simultaneidad vertiginosa y de rodaje sombrío. «Yo»: ese pronombre que designa lo que siempre huye ante mí como mi sombra, inasible; «soy»: el presente que, al ser pronunciado, queda en pasado y ya no está ahí, aquello a lo que Quevedo diera paradoja inmejorable, «soy un fue y un será y un es cansado»; «tu padre»: la ley, cuyo constrictivo amor sólo puede generar odio y muerte; desde el griego de Sófocles. «Yo soy tu padre» significa lo impensable. A la tercera potencia. Y llama inapelablemente a la angustia. Y a la castración, que Luke Sky-walker verá sellarse en su mano amputada. Y en la amputación, aún más dolorosa, de su amor por Leia. «Yo soy tu padre» es la ley que, en el tabú del incesto, trueca a Skywalker en sujeto de desdicha tan sin cura como Edipo.

El maestro Jedi

¿Puede ser concebida una epopeya más sombría? Toda epopeya lo es, bajo un ángulo u otro. Desde el abrazo imposible de Aquiles a Patroclo en el Canto XXIII de la «Ilíada». Para hablar de esa tragedia que es la filiación humana se requiere voz que no sea de hombre: la de los caballos inmortales de Aquiles que lloran a Patro-clo; la del maestro Jedi que interpela al demasiado humano discípulo: «No lo intentes, hazlo». Pero los hombres intentan. Y fracasan.

El fracaso es la gran clave de «La guerra de las galaxias». Y lo que le da esa textura de tragedia que hizo a los de mi generación asistir a la primigenia trilogía con el mismo corazón atenazado que debía asfixiar a los jóvenes atenienses al escuchar, por primera vez, la voz de Antígona: «Muchas cosas espantosas hay; ninguna tanto como el hombre».

¿Puede ser eso traducido ahora a «lenguaje Disney»? Sí. Como puede darse traducción Disney a la cruel «Sirenita» de Andersen; o al desesperado «Peter Pan» de Barrie. Matándolos. Aunque su funeral esté adornado, en este caso, con el lujo de Harrison Ford y de John Williams.

Fuerza hipnótica

Porque son Ford y Williams lo único que finge continuidad entre aquella tragedia mayor y este cuentecillo infantil para adictos a los televisores que acaba de estrenarse con el título de «El despertar de la fuerza». Harrison Ford, el único actor de su generación que heredó la fuerza hipnótica con la cual bastaba a un Humphrey Bogart fruncir el pliegue de los labios para conmocionar un plano. Y John Williams, el músico cuya banda sonora ha sido el principal factor de continuidad narrativa, no sólo de la trilogía original, sino también de las tres precuelas, para las cuales él compuso alguno de sus momentos más altos: el «Réquiem por Qui-Gon Jinn», por ejemplo, esa obra maestra.

«El abismo llama al abismo», advierte «El peregrino querubínico». Siempre lo supimos, desde aquella secuencia en que Darth Vader se revela como el Padre Oscuro, reverso tenebroso de la fuerza: el mal, el mal primigenio, es aquel fundamento turbio de Dios del cual hablaba el místico Jacob Boehme en el siglo XVII. Y nosotros supimos siempre que algo en Luke Skywalker habría de cargar con el alto precio de repetir el ciclo de sus orígenes. El ángel es destello cegador en la fulguración de lo diabólico: Luzbel, antes que nada. Y Skywalker es -él, demasiado bien lo sabe, aunque quisiera rehuirlo- un caminante celeste, un ángel. Condenado al infierno, por tanto. Bajo el duro interdicto del incesto. Como Leia Organa. Y sabe que, para él, toda paternidad estará maldita.

En algún perdido rincón de la Galaxia ha debido hojear Luke Skywalker a Freud, en las incompletas páginas de un incunable desguazado: «Dios es un sustituto del padre. Del demonio sabemos que es pensado como antítesis de Dios y está, sin embargo, muy próximo a su naturaleza. Y es que los dioses pueden convertirse en demonios cuando nuevos dioses los desplazan. El padre es el prototipo individual tanto de Dios como del diablo. Pero el padre primordial era un ser infinitamente malo, menos semejante a Dios que al diablo».

Y, en ese giro que nos fue tan asombroso dado en «El imperio contraataca» de 1980, Steven Spielberg retornaba en el túnel del tiempo hasta aquel visionario que, en la Silesia del año 1657, profetizaba lo infernal del paraíso. «Yo soy tu padre» encripta el lema místico: «Paladearás el infierno»; y sabrás que es el cielo.

No hay versión Disney de eso.

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