El original del guión de «Bajo el volcán» firmado por Cabrera Infante
El original del guión de «Bajo el volcán» firmado por Cabrera Infante - Matías Nieto
CINE

El drama del cine que adapta literatura

El caso de Cabrera Infante se suma a la historia de las novelas llevadas a la gran pantalla, que no deja de ser una crónica negra con mil y una supresiones, censuras y mutilaciones

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Hoy puede parecer mentira que durante muchos años se viera en la literatura y en el teatro no tanto un enemigo como un obstáculo para que el cine encontrara su propia forma de ser ese tan manido séptimo arte: tenía que encontrar su propio específico en otra parte. Esto eran batallitas del abuelo de los primeros intelectuales y estetas enfrentados al reto de una forma ruidosa y veloz como una máquina; pero, desde entonces, hablar de teatro filmado o de que una película resulta literaria sigue poniendo al cinéfilo en estado de alerta.

El cine necesita una base literaria para tener un argumento, pero no necesita ni quiere el espesor artístico de la buena literatura: de hecho, como medio de masas que es, le molesta el elitismo y además sabe que en la comparación siempre va a salir perdiendo. Ya conocen el chiste que contaba Hitchcock: dos cabras están comiéndose unos rollos de película, y una comenta: «Me gustó más el libro»… Como se ilustra en un par de antologías del todo fascinantes («Los escritores frente al cine», en Fundamentos, y la no traducida «Le cinéma, naissance d’un art»), muchos escritores han expresado su reticencia frente a esa máquina arrolladora.

Así, el famoso «dictum» de Virginia Woolf, «Todas las novelas famosas estaban pidiendo ser llevadas al cine. La cinematografía cayó sobre su presa con extraordinaria rapacidad y hasta el momento subsiste en gran medida sobre el cuerpo de su desgraciada víctima». Antes de que nos dé tiempo a protestar por el tono, compara ojo (espectador) y cerebro (lector): «El cerebro conoce a Anna [Karénina] casi exclusivamente por su vida interior: su encanto, su pasión, su desolación. El cine carga todo el acento en sus dientes, sus perlas y su terciopelo».

Retrato externo

La Woolf escribió este feroz diagnóstico en 1926 pero no lo habría cambiado con la llegada del sonoro: su visión utópica del potencial del cine no dependía de la palabra sino de «movimientos y abstracciones», casi parecía estar pensando en el cine experimental. Lo interesante es cómo plantea de forma precisa el gran problema de la adaptación de la novela al cine: el registro fotográfico, y luego la diégesis fílmica, privilegian un retrato externo de la conducta de los personajes sobre la descripción interior y el retrato psicológico.

Esa es la diferencia, ese es el obstáculo primordial, y no tanto la fidelidad o la traición al original en función de la grosera comercialidad de la industria del cine: «El drama de la adaptación es el de la vulgarización», escribió André Bazin en uno de los textos más sensatos sobre la relación entre literatura y cine, que tituló de forma desafiante, de cara a los defensores del específico, «A favor de un cine impuro. (Defensa de la adaptación)».

Ciertamente, la historia de las adaptaciones literarias al cine se cuenta siempre como una crónica de supresiones, censuras y mutilaciones: el pasaje de un relato de un medio a otro se rige siempre por el principio de reducción y, en todo caso, hacer la crónica negra de la falta de respeto a la literatura es más divertido que perderse en un paseo por los bosques de la narratología, como diría Eco.

El cine necesita una base literaria, pero no el espesor artístico de la buena literatura

Si se piensa bien, es curioso: el chiste de las dos cabras se lo contaba Hitchcock a Truffaut, quien había sentado las bases de la política de los autores atacando esa cierta tendencia del cine francés de posguerra de adaptar novelas francesas de «qualité» y abriendo paso así a una nueva ola liberada de los grandes temas y estructuras de la novela. Desde entonces, con este nuevo anatema a lo literario, toda una tendencia del cine moderno (el de la improvisación, pero sobre todo el de los «trouvailles», que concibe una película como algo que se encuentra a sí mismo durante el rodaje) se ha alejado todavía más de la dramaturgia y el diseño de personajes redondos que el cine había heredado del arte de narrar por escrito.

Lo primero en caer

En el caso del mismo Truffaut, compárese la invención cinematográfica de sus primeras versiones fílmicas, «Tirez sur le pianiste» (de Goodis) o « Jules et Jim» (de Roché), con el academicismo de sus posteriores adaptaciones de William Irish.

El cine clásico, el de mediados del siglo XX, se regía por los modelos narrativos de uno, o más, siglos antes, como descubrió Manuel Gutiérrez Aragón: este cineasta que empezó siendo moderno para, como Truffaut, derivar hacia lo clásico, adaptó «Los pazos de Ulloa» para televisión y comprobó que ese tipo de novela clásica le ofrecía métodos narrativos cercanos a las exigencias del relato audiovisual.

La situación cambia con la literatura modernista, la que emergió en el siglo del cine y a veces se dejó influir por él: no sabemos qué pensaría Virginia Woolf de la esforzada adaptación de su «Orlando», pero el maravilloso pasaje descriptivo que precede (aviso: «spoiler») al transgender de su protagonista es lo primero que debió caerse del proyecto en su fase de guión.

«El dramade la adaptaciónes el de la vulgarización», escribió André Bazin

El caso más ejemplar, sin duda, es el de Marcel Proust y la media docena de adaptaciones de «En busca del tiempo perdido», un texto no sólo extensísimo sino construido a base de índices caracteriales ( Barthes «dixit»: atmósferas, psicología, discurso subjetivo) que harían imposible su pasaje a la pantalla.

Pero Luchino Visconti preparó un guión (para ¡Marlon Brando y Greta Garbo!) que no llegó a filmar, en donde ignoraba todos «los elementos indiciales que lo convertían en una gran obra modernista» (Pascal Ifri), como tampoco se rodó la adaptación que escribió Harold Pinter para Joseph Losey. Sí se rodó «Un amor de Swann», en donde Volker Schlöndorff continuaba su vocación de vulgarizar grandes novelas europeas («El tambor de hojalata») y daba argumentos a los detractores literarios del cine.

Libros imposibles

Curiosamente, aunque han tenido mejores críticas (de cine), el efecto misión-imposible de adaptar a Proust alcanzó también a dos cineastas modernistas en principio más afines a su objeto de deseo, como Chantal Akerman, que en su desangelada «La captive» llevaba «La prisonnière» al tiempo presente; o como el erudito Raoul Ruiz, que en «Le temps retrouvé» trató de evocar todo el relato haciendo que el propio Proust, postrado en su lecho, mirase una colección de fotos que le remitían a sus criaturas. ¿El «flashback» del autor como claudicación del adaptador? Quizá, pero ese recurso de metaficción parece una solución en el caso de muchos «libros imposibles»: algo parecido hizo Michael Winterbottom en «A Cock and Bull Story», con el «Tristram Shandy» nada menos, o David Cronenberg con «El almuerzo desnudo».

En fin, sin necesidad de llegar al extremo de Albert Serra, que en «Honor de caballería» hace un «Quijote» reducido a sus tiempos muertos, una adaptación terminal, sí parece que al cine le viene bien extirpar de sus adaptaciones la esclavitud a lo literario y a lo literal, para ser más expresivo y, como querían los pioneros, más específicamente cinematográfico. Para muestra, un botón: la forma en que Coppola adapta «El corazón de las tinieblas» a Vietnam en «Apocalypse Now».

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