Margarita Valencia - Constelaciones

Un clásico zombi

En los innumerables fastos en el IV Centenario de Cervantes, lo mejor es leerlo. No se le debe convertir en un clásico zombi

Margarita Valencia
Madrid Actualizado: Guardar
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Fue Gabriel Eljaiek (profesor de la George Washington University) quien utilizó la expresión «clásico zombi» para referirse a Cervantes en la conferencia dictada en días pasados en el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá. Eljaiek hacía una lectura gótica de «Persiles y Sigismunda», así que lo de «clásico zombi» no sonó raro. Sin embargo yo me lo metí al bolsillo y estuve manoseándolo durante varios días, mientras buscaba en internet información sobre cómo planeaban celebrar en América Latina el aniversario número 400 de la muerte de Cervantes y de Shakespeare.

Ciudad + Cervantes + 400 años: es una fórmula mágica que arroja miles y miles de resultados (49.500 para Buenos Aires en 0,64 segundos), una entrada tras otra en una larguísima sucesión que incluye, junto con la programación de este año, la del año pasado (400 años de la publicación de la segunda parte del «Quijote») y la de 2005 (400 años de la publicación de la primera parte del «Quijote»), todas rebosantes, en cuatro renglones, de celebraciones, homenajes, autoridades culturales y conmemoraciones.

Se ve que el publicista de Cervantes trabaja sin cesar y ha logrado que su cliente aparezca por todos lados, más que Vargas Llosa, más que Julia Roberts, más que Mossack Fonseca. Ha captado la atención del funcionariado cultural del continente, que claramente ha dedicado muchas reuniones al tema. Ha logrado que sus libros estén en todas las librerías del continente a un precio muy razonable para su tamaño. Ha logrado que sólo se usen superlativos para hablar del escritor y de su obra. Pero me parece que aún no ha logrado atraer a los lectores (si es que ese es su objetivo). Lo ha convertido, en suma, en un clásico zombi.

El clásico zombi es producto de un largo y complejo proceso de deformación, muy similar al de la creación de un imbunche: se toma a un magnífico escritor, y se lo encierra en una cueva, donde los sabios de la lengua lo inmovilizan, lo rompen, lo deforman y lo silencian. Después hablan en su nombre y lo explican con oraciones grandilocuentes y notas al pie, alegando que solo ellos entienden lo que dice. Y de vez en cuando promueven su lectura levantando una ceja y exclamando con falsa sorpresa: «¡Pero cómo! ¿No has leído a Cervantes?».

Se refieren, por supuesto, al «Quijote»; el resto de la obra de Cervantes se perdió en sus anaqueles. Así que nos contentamos con identificar a Don Quijote (y quizás a Cervantes) con la figura del grabado de Doré, que va vestida de caballero, no disfrazada. Y usamos la palabra «quijote» para referirnos a una persona noble y desinteresada, con ideales elevados, y no a un lector desaforado que vendía su tierra para comprar libros y a quien del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio.

Un clásico zombi es lo opuesto a un clásico vivo, de esos que uno encuentra por todas partes, en una caja de chocolates, en una camiseta raída que pasa camino de un concierto de rock, en una conversación de viejos amigos, en una mala película. Me refiero a Shakespeare, claro.

En un ensayo publicado hace pocos días, el crítico literario Stephen Greenblatt se refería a la «maleabilidad» como la razón por la cual las obras de Shakespeare siguen viviendo: «Estas abandonaron su propio mundo y se trasladaron al nuestro, donde se volvieron una parte de nosotros. Y cuando nos hayamos ido, ellas seguirán existiendo, quizás ligeramente teñidas por nuestras propias vidas…».

Esta maravillosa fantasía del crítico de dejar su huella en un libro amado recupera el principio básico de la conversación entre pares que se establece siempre que se encuentran un lector y un libro y que explica la insistencia de los clásicos. Esta conversación en muchas ocasiones desborda la intimidad de la lectura y se desborda hacia otros terrenos, hacia el cine, la música, las artes plásticas, el teatro escolar. Su presencia en nuestras vidas se extiende, la conversación se alarga. Pero eso no será posible si el texto permanece encerrado en una urna de cristal como las reliquias, que generan veneración o producen asco, pero que en ningún caso querremos llevar con nosotros para pasar más tiempo en su compañía.

Cervantes, que se definió a sí mismo como un hombre a quien el cautiverio había dado mucha paciencia, quizás intuye que las ferias y fiestas de este año son una oportunidad única para huir de sus captores e irse de juerga con Shakespeare. Nosotros, desocupados lectores, iremos a buscarlo a una taberna, o a una posada, y aprenderemos a reírnos con él y a mirar el mundo desde su perspectiva, y le enseñaremos un poco de la nuestra, para que siga su camino.

Cierro esta reflexión con las sabias palabras de otro grande que muchos quisieran militando en las filas de los clásicos zombis:

«Si la vida póstuma de Cervantes nos interesa, debemos rescatarla del purgatorio extraño en que sufre. Su novela, su única novela, el "Quijote" [...], ha sido denigrada a libro de texto, a ocasión de banquetes y de brindis, a inspiración de cuadros vivos, de suplementos domingueros en rotograbado [...] Pero hay algo peor: la Gramática -que es el presente sucedáneo español de la Inquisición- se ha identificado con el "Quijote", nunca sabré porqué. El Purismo, no menos inexplicable y violento, lo ha hecho suyo también. Contra la burda calidad de esa fama, un solo medio de defensa hay posible. Leer el "Quijote"». (Jorge Luis Borges, «Una sentencia del Quijote»).

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